Polaris
Enviado por BitLaden • 16 de Junio de 2015 • Tesis • 1.540 Palabras (7 Páginas) • 173 Visitas
H. P. Lovecraft
POLARIS
A través de la ventana norte de mi estancia, la estrella Polar refulge con luz extraordinaria. En las espantosas horas de negrura brilla en ese lugar. Y durante el otoño, cuando los vientos del norte maldicen y gimotean, y los árboles tornados en rojo del pantano se susurran cosas entre sí, en las tempranas horas de madrugada bajo la luna menguante y cornuda, me siento en el alféizar y observo a esa estrella. Justo debajo titila la brillante Casiopea con el pasar de las horas, mientras el Carro se alza con pesadez entre los árboles envueltos en brumas del pantano, que el viento nocturno hace balancear. Justo antes del alba, Arturo parpadea rubicunda sobre el cementerio del altozano y la Cabellera de Berenice reluce furiosa a lo lejos, sobre el misterioso oriente; pero aún la estrella Polar continúa en el mismo sitio de la negra bóveda, parpadeando odiosa como un malsano ojo vigilante que pugnara por transmitir algún extraño mensaje, aunque sin recordar nada excepto que tenía un mensaje que transmitir. A veces, cuando está nublado, puedo dormir.
Recuerdo a la perfección la noche de la gran Aurora, cuando sobre el pantano bailaban los alucinantes reflejos de luz demoníaca. Tras los destellos llegaron las nubes, y entonces pude con¬ciliar el sueño.
Y fue bajo una luna cornuda y menguante cuando divisé por primera vez la ciudad. Se hallaba silenciosa y somnolienta, en una extraña meseta de un collado entre dos extraños picos. De espantable mármol eran sus muros y torres, sus columnas, cúpulas y pavimentos. En las calles marmóreas se alzaban columnas de mármol con los remates tallados en imágenes de solemnes hombres barbados. La atmósfera resultaba cálida y calmosa. Y arriba, apenas a diez grados del cenit, resplandecía la vigilante estrella Polar. Contemplé durante largo rato la ciu-dad, pero el día no llegaba. Cuando el rojizo Aldebarán, que fulguraba a baja altura sin llegar a ponerse jamás, se había arrastrado una cuarta parte del camino en torno al horizonte, atisbé luz y movimiento en las calles y las casas. Gentes de vestiduras extrañas, nobles y familiares a un tiempo, salían a las calles y bajo la luna cornuda y menguante los hombres hablaban con sensatez en una lengua que me resultaba familiar, aun cuando era diferente a cualquier idioma que hubiera conocido antes. Y cuando el rojo Aldebarán se hubo deslizado más de la mitad del camino alrededor del horizonte, retornaron la oscuridad y el silencio.
Al despertar, ya no fui el mismo. En mi memoria se había grabado la visión de la ciudad y en mi espíritu se alzaba otra reminiscencia, aún más vaga, de cuya naturaleza entonces no me hallaba muy seguro. En adelante, durante las noches nubladas en las que podía dormir, atisbé con frecuencia la ciudad; a veces bajo esa luna cornuda y menguante, y en ocasiones bajo los rayos amarillos de un sol que no se ponía pero que rotaba lentamente alrededor del horizonte. Y en las noches despejadas la estrella Polar acechaba como no lo hiciera nunca antes.
De forma gradual, comencé a preguntarme cuál sería mi sitio en esa ciudad de la extraña meseta entre extraños picos. Alegre al principio de contemplar la escena como observador incorpóreo y omnipresente, comencé luego a ansiar el definir mi relación con ella, y medir mis talentos entre los graves personajes que platicaban a diario en la plaza pública. Me decía: «Esto no es un sueño, ¿por qué medio podré probar su superior realidad sobre esta otra de la casa de piedra y ladrillo al sur del siniestro pantano y el cementerio del altozano, donde la estrella Polar escudriña a través de mi ventana norte cada noche?
Una noche, mientras escuchaba la discusión en la gran plaza de múltiples estatuas, percibí un cambio y noté que tenía al fin forma corpórea. Pero yo no era forastero en las calles de Olathoé, que se alza en la meseta de Sarkis, entre los picos Noton y Kadiphonek. Era mi amigo Alos quien hablaba, y su alocución era agradable a mi espíritu, pues se trataba del discurso de un hombre cabal y un patriota. Esa noche habían llegado nuevas sobre la caída de Daiko y sobre el avance de los Inutos; demonios amarillos, achaparrados, infernales, que cinco años atrás llegaran del oeste ignoto para devastar los confines de nuestro reino, y que acabaron sitiando nuestras ciudades. Habiéndose apoderado de las fortalezas al pie de las montañas, ahora gozaban de paso franco a la meseta, a no ser que cada ciudadano pudiera hacerles frente con la fuerza de diez hombres. Ya que las rechonchas criaturas eran duchas en las artes guerreras y carecían del escrupuloso honor que disuadía a nuestros hombres altos
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