Superviviente
Enviado por julitro1 • 13 de Junio de 2013 • 7.612 Palabras (31 Páginas) • 219 Visitas
SUPERVIVIENTE
STEPHEN KING
Más tarde o más temprano, la pregunta surge siempre en la carrera de un médico: ¿Hasta qué punto puede un paciente soportar un shock traumático? Según las teorías, hay diferentes respuestas, pero, básicamente, la contestación esencial es otra pregunta: ¿Hasta qué punto el paciente quiere sobrevivir?
26 de enero
Hace dos días que la tormenta me arrojó a esta playa. Me he estado paseando por la isla toda la mañana. ¡Qué isla! Mide 190 pasos de ancho por 267 pasos de punta a punta.
Además, por lo que veo, no hay nada que comer.
Me llamo Richard Pine y éste es mi diario. Si me encuentran (o mejor, cuando me encuentren), puedo destruirlo fácilmente. No me faltan cerillas. Cerillas y heroína. De las dos cosas tengo enormes cantidades, aunque ninguna de las dos valga nada aquí, ja, ja. De modo que escribiré. Al menos, para pasar el tiempo.
Para decir toda la verdad —¿y por qué no?, ¡tengo todo el tiempo del mundo!— debería empezar por aclarar que, cuando nací, en Little Italy, el barrio italiano de Nueva York, me llamaron Richard Pinzetti. Mi padre, que era un desgraciado, procedía del Viejo Mundo. Yo quería ser cirujano. Mi padre se reía a mandíbula batiente, me llamaba chalado y me mandaba a buscar otro vaso de vino. Murió de cáncer a los cuarenta y seis años. Me alegró.
Empecé a jugar al fútbol en el instituto. Fui el mejor jugador de la historia local. Jugaba de defensa. Durante los dos últimos años recorrí todas las ciudades de los Estados Unidos. Odiaba el fútbol. Pero si eres un chaval pobre, que vive en una casa barata y quiere ir a la universidad, tu única oportunidad es el deporte. Así que jugué y conseguí una beca para atletas.
En la Universidad seguí jugando hasta conseguir una beca de estudios completa. Entonces, lo dejé. Iba a estudiar medicina. Mi padre murió seis semanas antes de mi graduación. No me importó. ¿Acaso creéis que me hubiera gustado subir a la tarima para recoger el diploma y ver aquella bola de sebo allí sentada? ¿Les gusta a las gallinas viajar en metro? Además, ingresé en un club estudiantil. No uno de los mejores, con un nombre como Pinzetti, pero, después de todo, era un club.
¿Por qué escribo todo esto? Es bastante divertido. No, me rectifico. Es extraordinariamente divertido. El gran doctor Pine, sentado en una roca, en pantalones de pijama y camiseta, en medio de una isla que se puede cruzar con un salivazo, escribiendo la historia de su vida... ¡Tengo hambre! No importa. Escribiré la maldita historia de mi vida, si me da la gana. Al menos, así no pensaré en mi estómago. Espero.
Cambié mi apellido por el de Pine antes de empezar los estudios de medicina. Mi madre me dijo que le había partido el corazón. ¿De qué corazón estaría hablando? Al día siguiente al del entierro del viejo, le estaba guiñando el ojo al judío de la tienda de la esquina. Para tratarse de alguien que adoraba su nombre de aquella manera, corría como un diablo para cambiarlo por el de Steinbrunner.
Todo lo que yo anhelaba en la vida era ser cirujano. Desde los días del colegio. Ya entonces me vendaba las manos antes de empezar un partido y me las lavaba después con agua y jabón. Si quieres ser cirujano, tienes que tener cuidado con las manos. Algunos de mis compañeros me tomaban el pelo y me llamaban mariquita. Nunca llegué a enfrentarme con ninguno de ellos. Ya es bastante peligroso jugar al fútbol. El que realmente llegó a ponerme los nervios de punta fue Howie Plotsky, un estúpido gigantón con la cara llena de cicatrices. Por aquel entonces, yo repartía periódicos y aprovechaba para vender un poco de lotería, lo cual me permitía conocer gente, establecer contactos... No te queda más remedio, si quieres sobrevivir. Cualquier imbécil sabe cómo caerse muerto, pero lo realmente difícil es sobrevivir, ¿comprendéis? Pues eso fue lo que me decidió a pagar a Ricky Brazzi, que era el tío más grande del instituto, para que le partiera la boca a Howie Plotsky. Sí, eso es lo que he dicho: partirle la boca. Le prometí un dólar por cada diente que me trajera. Rico vino con tres dientes envueltos en papel de periódico. Se dislocó un par de nudillos en el trabajito. Podéis imaginar en qué lío me hubiese metido.
En la facultad de medicina, mientras los otros memos se mataban tratando de ganar un centavo para llenar el puchero con un poco de carne —no con sobras de quirófano, ¿eh?— trabajando como camareros, vendiendo corbatas o limpiando suelos, yo me saqué de la manga un sistema de apuestas y, con unos cuantos trucos que conocía, me ganaba algún dinerillo en las apuestas de caballos, de billar o de lo que fuera. Además, tenía excelentes relaciones con el vecindario y cursé mis estudios sin ningún problema.
No me metí en la cuestión de las drogas, hasta que empecé mi residencia en un hospital, uno de los más grandes de Nueva York. Al principio, sólo fueron recetas en blanco. Vendí un cuadernillo de cien a un chico del barrio, y él falsificó las firmas de cuarenta o cincuenta médicos, por cuyos nombres yo también le cobraba. El muchacho, a su vez, las ofrecía en la calle por diez o veinte dólares cada una, lo que hacía las delicias de los fanáticos drogotas que iban cada vez más acelerados, y los partidarios de los sedantes, que se pasaban el día dando tumbos por las esquinas.
Al poco tiempo de trabajar en el hospital me di cuenta del desbarajuste que había en la farmacia del mismo. Nadie tenía la menor idea de lo que entraba ni de lo que salía. Había gente que sacaba de allí píldoras a puñados, cosa que yo me guardé muy bien de hacer. Siempre he tomado todo tipo de precauciones y nunca he tenido problemas hasta que me descuidé... y la suerte me volvió la espalda. Pero sé que caeré de pie; siempre ha sido así.
Me duele la muñeca y el lápiz se ha quedado sin punta. No puedo seguir escribiendo. No sé por qué me preocupo tanto. Es probable que me encuentren pronto.
27 de enero
El bote salvavidas se hundió anoche en unos tres metros de agua, al norte de la isla. ¿Qué importa? De todos modos, después de arrastrarse por todo el arrecife, el fondo parecía un colador. Además, ya había rescatado todo lo que valía la pena salvar, a saber, cuatro galones de agua, un cajita de costura para viajes, un botiquín y este libro en el que estoy escribiendo, que es, en realidad, un cuaderno de inspección del bote. ¡Qué risa! Por cierto, ¿cómo es que a nadie se le ocurrió poner comida de reserva en el bote? El último informe que aparece en el cuaderno lleva fecha 8 de agosto de 1970. Ah, además, he conseguido salvar dos cuchillos, uno mellado y el otro afilado, y un juego de cuchara y tenedor que voy a usar esta noche
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