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Teoria Del Derecho De San Agustin


Enviado por   •  26 de Marzo de 2013  •  1.868 Palabras (8 Páginas)  •  815 Visitas

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San Agustín

Quiero acordarme ahora de mis fealdades pasadas y de las carnales torpezas de mi alma. Y lo hago, no porque ame estos pecados, sino para amarte a ti, Dios mío. Por amor de tu amor hago esto, trayendo a la memoria mis caminos torcidos con grande amargura. Séme dulce, tú que eres dulzura sin engaño, dulzura dichosa y eterna y recógeme de aquella dispersión en que estuve partido en mil partes por haberte dejado a ti que eres uno y estar yo diluido en muchas cosas.[1]

Ese es uno de los párrafos de las Confesiones de San Agustín. La confesión muestra al hombre desamparado, al hombre solo, a un hombre que no es visto, que no ve, sino que se ofrece a la vista. María Zambrano encuentra en esta confesión un nacimiento fundamental: con San Agustín “nace el sujeto, eso que nombramos yo. En realidad hemos adquirido nombre, nombre propio.”

San Agustín busca esencialmente conciliar dos rumbos intelectuales: la Biblia y la filosofía clásica. Su obra es una defensa filosófica de la fe y una defensa teológica de la filosofía.[2] Algunos teólogos anteriores a él defendían las mentiras nobles en favor de la fe. Agustín denuncia toda mentira como una forma del mal.

Platón es para San Agustín el más grande de los filósofos. El hombre más cercano a la cristiandad. Agustín de Hipona llega a decir que Platón se habría vuelto cristiano de haber vivido en otros tiempos. Como Platón, San Agustín ve el mundo como un compuesto jerárquicamente organizado. Un edificio en cuya cima está Dios y en cuya base descansan las cosas materiales; en medio los hombres, un poco más arriba, los ángeles. La jerarquía no es simplemente una jerarquía de valor. Nuevamente, con Platón, la jerarquía es una jerarquía de realidades, una escalera ontológica. Dios es, por excelencia, lo real. Las cosas son casi nada. Hay grados de ser de la misma manera que hay grados de bondad. Se concluye que las cosas más valiosas deben gobernar las inferiores. De lo contrario, si la cadena no está bien amarrada de arriba a abajo, si lo menos valiosos gobierna sobre lo más ilustre, entonces padeceremos un orden injusto.

La armonía del mundo deberá observarse en la sociedad de tal manera que los súbditos obedezcan a gobernantes virtuosos, es decir, aquellos cuya inteligencia capture la ley divina. Pero el pecado descompone la composición armónica del universo. Las instituciones sociales están marcadas por la caída del hombre. Las instituciones políticas no son, pues, parte del diseño original de la Creación; son mecanismos para inhibir la tendencia humana al pecado.

La Ciudad de Dios es una obra compleja en la que se mezclan la filosofía neoplatónica, la doctrina cristiana, historia bíblica y respuestas sobre la caída de Roma. Existe un ingrediente polémico muy importante: una controversia con el paganismo. El paganismo de Roma fue, a ojos de Agustín de Hipona, el origen de su perdición. Su objeto de amor fue un propósito terrenal y no una misión espiritual. Su falsa idea de la divinidad, su politeísmo impidió elevar a sus ciudadanos por encima de sus impulsos. Un pueblo es, a fin de cuentas, definido por el objeto de su amor. Porque los romanos se amaron sólo a sí mismos no formaban una auténtica ciudad. Una ciudad verdadera requiere dirigir su amor hacia Dios. Roma no cayó por la llegada del cristianismo. Todo lo contrario.

El hombre es, por designio divino, un animal social que ha sido agraciado con el lenguaje. Incluso en un estado de inocencia, el hombre habría buscado a sus congéneres. La justicia es la base de la sociedad. Sin embargo, esta justicia no puede ser alcanzada mediante las recetas de los filósofos clásicos. Los filósofos no cristianos han reconocido que la justicia es la medida de una buena ciudad. Sin embargo reconocen que la justicia está ausente. Por ello revelan su limitación. El medidor de la justicia y, por lo tanto de la asociación humana, está fuera de la ciudad.

Los fines humanos residen en un espacio más allá de la historia. La historia humana es vista como un drama en el que combaten la redención y el pecado. La resolución a este conflicto no está en el tiempo sino fuera de él. No existe fórmula humana, política o de cualquier tipo que pueda alcanzar la paz y la seguridad absoluta. En esta convicción podríamos encontrar el distanciamiento más notable con la filosofía política clásica. Para San Agustín, los griegos fueron terriblemente arrogantes al suponer que la polis se bastaba a sí misma, que en el hombre estaban las soluciones a todos los problemas humanos.

El orden político no está fundado para San Agustín en la fuerza sino en la justicia. Así traza la famosa diferencia entre los reinados y las bandas de delincuentes. Si solamente tomamos como base la espada, la única diferencia sería el tamaño de sus crímenes y la impunidad con la que los cometen. Si se remueve la justicia, los reinos no son más que bandas de criminales a gran escala, mientras que las mafias serían pequeños reinados. Por ello Roma nunca fue una república en tanto que la verdadera justicia y la ley auténtica nunca se establecieron en ella.

Las dos ciudades El hombre pertenece a dos ciudades: la ciudad de Dios y la ciudad terrenal. La distinción entre ellas es la diferencia entre la virtud y el vicio. La ciudad de Dios es la comunidad de los seguidores de Cristo, de los adoradores del verdadero Dios. Ahí está la verdadera justicia. Una ciudad celestial no una ciudad ideal como la platónica que, a juicio de San Agustín

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