Viridiana Ramírez
Enviado por MaryGLAMOUR • 7 de Septiembre de 2011 • Trabajo • 1.831 Palabras (8 Páginas) • 601 Visitas
Domingo 05 de diciembre de 2010
Viridiana Ramírez / Enviada | El Universal
Comenta la Nota
MANHATTAN, NY. — Lo miro de abajo hacía arriba, de izquierda a derecha. “It’s amazing”, exclama la japonesa. Sí, en realidad el escaparate es alucinante, tanto que no sé por dónde empezar a examinarlo, si por lo que exhibe o por la decoración.
Estoy en la esquina de la Quinta Avenida y la calle 58 frente a la tienda Bergdorf Goodman. Sus vitrinas encendieron las luces neón a las cinco de la tarde porque a esta hora en Nueva York, el sol ya se ocultó.
Un maniquí presume un delicado vestido Armani. Entre caleidoscopios, estrellas, lentejuelas y carátulas de reloj, artificios que decoran el escenario, se asoma la etiqueta de la prenda.
El precio hace que se me pinte una sonrisa en el rostro: 2 mil 570 dólares. Mi sonrisa no es para nada de alegría, sino más bien de ironía. Mis ahorros de seis meses no cubren ni la cuarta parte del precio de la prenda.
Paso al siguiente aparador. Tres damas inanimadas con vestuario de Marc Jacobs, el mismo que ha vestido a Lady Gaga y a Madonna, también ha diseñado para la mítica Louis Vuitton, esta boutique se encuentra cruzando la acera.
Veo faldas de tul y corsés de seda en color durazno. Mi pregunta en ese momento es si habrá alguien que se lo ponga y salga así a la calle.
La respuesta la sabré al entrar a la tienda: dos chicas se prueban el atuendo; al final se lo llevan –convencidas de que han adquirido el Universo entero– junto con unas botas de gamuza y foquitos de colores.
Fluye la amabilidad: caballeros con frac quese ofrecen para retirarte el abrigo y guardar tu bolso mientras exploras ese paraíso, señoritas políglotas que te asesoran para elegir un vestido de noche, unos zapatos o un accesorio para el cabello, según el color y la textura.
No importa si no compras nada, una se puede probar lo que sea y no es mal visto si dices: “No lo quiero, gracias”.
En esa tienda de tres pisos se me han ido un par de horas. Quiero ilusionarme más, probarme lo último en moda y comprobar por qué la Quinta Avenida es una de las más visitadas
a nivel mundial, durante la época decembrina.
No se equivocan al decir que Nueva York es “La capital del mundo”, y es que aquí hay gente de todas las nacionalidades. Un grupo de amigos puede estar conformado por un nigeriano, un japonés, un español, un argentino, un hindú y un mexicano (como si fuera chiste). Tal es el caso de aquellos novios: una griega y un francés comprando un par hot dogs por seis dólares en el puesto ambulante.
Los escaparates permanecen encendidos, no hay una cortinilla o reja que los proteja cuando la tienda está cerrada: la mayoría termina su jornada a las 21 horas. De hecho, durante la noche es cuando más lucen.
La vista está libre y como en cualquier museo, cada pieza que exhibe aparenta ser invaluable, pero sobre todo inalcanzable. Entonces aflora el pecado de la codicia. Las compras las seguiremos mañana.
Caminando sin rumbo
Nuestro itinerario marca un recorrido de compras por la avenida Madison. Camino dos cuadras y llego a la Séptima Avenida con más vida que las otras.
Es la temporada la que hace, que con todo y cero grados de temperatura, las familias salgan a caminar, a comprar o a sentarse en las escaleras rojas de Times Square.
Empujones por aquí y por allá, se forman hasta seis filas en espera de cruzar una calle. Soy víctima de los empujones en medio de un río de personas por detenerme a contemplar los grandes espectaculares que alumbran la avenida. Entre el barullo se escucha al vagabundo pedir ayuda que por cierto trae un abrigo mejor que el mío.
Otra vez mi instinto comprador se deja seducir por los cristales limpios y grandes, además del olor, de los M&M, el santuario del chocolate confitado.
Empiezo por la planta principal donde se pueden personalizar todos los souvenirs imaginables: desde llaveros, dijes hasta tazas, calcomanías, libretas, sombrillas y pantuflas con tu nombre o diferentes estados de ánimo bordados.
Una escalera eléctrica me lleva al segundo piso. Aquí hago un recorrido por los despachadores de dulces. Aprovecho para colocarme frente a una máquina que, según mi fecha de nacimiento, me dice qué color me identifica: el amarillo.
En otra área están los objetos de colección. Una de las mejores cosas es la guitarra con cristales de Swarovski, de 275 mil dólares. Otra ilusión más.
Ya casi es medianoche, la tienda está por cerrar. Aprovecho para tomarme una foto con el chocolate azul de cinco metros disfrazado de Elvis Presley y con el verde, con su atuendo de la Estatua de la Libertad.
Aquí sí puedo dar el primer tarjetazo. Por un par de tazones, una libreta y un despachador de chocolates pago 35 dólares.
Una cuadra más y he llegado a la intersección de la Séptima Avenida y Broadway, donde está Times Square.
Me siento en otra dimensión. Los anuncios espectaculares se apoderan de la calle y de todas las miradas. De un lado puedo ver cortos de películas de los años 50, del otro las obras que se están presentando en los teatros de la calle Broadway.
Más adelante hay una pantalla electrónica gigante en la que nos vemos los que caminamos por esa avenida, también los patinadores que hacen acrobacias.
Hay una enorme escalera roja que sirve como mirador y también como punto de reunión de los neoyorquinos.
Me siento para disfrutar de la panorámica: rascacielos por todos lados y luces que me
...