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Cuentos De Amor Locura Y Muerte


Enviado por   •  25 de Septiembre de 2013  •  3.074 Palabras (13 Páginas)  •  534 Visitas

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Cayetano Maidana y Esteban Podeley, peones de obraje, volvían a

Posadas en el _Silex_, con quince compañeros. Podeley, labrador de

madera, tornaba a los nueve meses, la contrata concluída, y con pasaje

gratis, por lo tanto. Cayé--mensualero--llegaba en iguales

condiciones, mas al año y medio, tiempo necesario para chancelar

su cuenta.

Flacos, despeinados, en calzoncillos, la camisa abierta en largos

tajos, descalzos como la mayoría, sucios como todos ellos, los dos

mensú devoraban con los ojos la capital del bosque, Jerusalem y

Gólgota de sus vidas. ¡Nueve meses allá arriba! ¡Año y medio! Pero

volvían por fin, y el hachazo aún doliente de la vida del obraje, era

apenas un roce de astilla ante el rotundo goce que olfateaban allí.

De cien peones, sólo dos llegan a Posadas con haber. Para esa gloria

de una semana a que los arrastra el río aguas abajo, cuentan con el

anticipo de una nueva contrata. Como intermediario y coadyuvante,

espera en la playa un grupo de muchachas alegres de carácter y de

profesión, ante las cuales los mensú sedientos lanzan su ¡ahijú! de

urgente locura.

Cayé y Podeley bajaron tambaleantes de orgía pregustada, y rodeados de

tres o cuatro amigas, se hallaron en un momento ante la cantidad

suficiente de caña para colmar el hambre de eso de un mensú.

Un instante después estaban borrachos, y con nueva contrata sellada.

¿En qué trabajo? ¿En dónde? Lo ignoraban, ni les importaba tampoco.

Sabían, sí, que tenían cuarenta pesos en el bolsillo, y facultad para

llegar a mucho más en gastos. Babeantes de descanso y dicha

alcohólica, dóciles y torpes, siguieron ambos a las muchachas a

vestirse. Las avisadas doncellas condujéronlos a una tienda con la que

tenían relaciones especiales de un tanto por ciento, o tal vez al

almacén de la casa contratista. Pero en una u otro las muchachas

renovaron el lujo detonante de sus trapos, anidáronse la cabeza de

peinetones, ahorcáronse de cintas--robado todo con perfecta sangre

fría al hidalgo alcohol de su compañero, pues lo único que el mensú

realmente posee, es un desprendimiento brutal de su dinero.

Por su parte Cayé adquirió muchos más extractos y lociones y aceites

de los necesarios para sahumar hasta la náusea su ropa nueva, mientras

Podeley, más juicioso, insistía en un traje de paño. Posiblemente

pagaron muy cara una cuenta entreoída y abonada con un montón de

papeles tirados al mostrador. Pero de todos modos una hora después

lanzaban a un coche descubierto sus flamantes personas, calzados de

botas, poncho al hombro--y revólver 44 en el cinto, desde

luego--repleta la ropa de cigarrillos que deshacían torpemente entre

los dientes, dejando caer de cada bolsillo la punta de un pañuelo.

Acompañábanlos dos muchachas, orgullosas de esa opulencia, cuya

magnitud se acusaba en la expresión un tanto hastiada de los mensú,

arrastrando consigo mañana y tarde por las calles caldeadas, una

infección de tabaco negro y extracto de obraje.

La noche llegaba por fin, y con ella la bailanta, donde las mismas

damiselas avisadas inducían a beber a los mensú, cuya realeza en

dinero de anticipo les hacía lanzar 10 pesos por una botella de

cerveza, para recibir en cambio 1.40, que guardaban sin

ojear siquiera.

Así en constantes derroches de nuevos adelantos--necesidad

irresistible de compensar con siete días de gran señor las miserias

del obraje--el _Silex_ volvió a remontar el río. Cayé llevó compañera,

y ambos, borrachos como los demás peones, se instalaron en el puente,

donde ya diez mulas se hacinaban en íntimo contacto con baúles,

atados, perros, mujeres y hombres.

Al día siguiente, ya despejada las cabezas, Podeley y Cayé examinaron

sus libretas: era la primera vez que lo hacían desde la contrata. Cayé

había recibido 120 en efectivo, y 35 en gasto, y Podeley 130 y 75,

respectivamente.

Ambos se miraron con expresión que pudiera haber sido de espanto, si

un mensú no estuviera perfectamente curado de ese malestar. No

recordaban haber gastado ni la quinta parte.

--¡Añá...!--murmuró Cayé--No voy a cumplir nunca...

Y desde ese momento tuvo sencillamente--como justo castigo de su

despilfarro--la idea de escaparse de allá.

La legitimidad de su vida en Posadas era, sin embargo, tan evidente

para él, que sintió celos del mayor adelanto acordado a Podeley.

--Vos tenés suerte... dijo.--Grande, tu anticipo...

--Vos traés compañera--objetó Podeley--eso te cuesta para tu

bolsillo...

Cayé miró a su mujer, y aunque la belleza y otras cualidades de orden

más moral pesan muy poco en la elección de un mensú, quedó satisfecho.

La muchacha deslumbraba, efectivamente, con su traje de raso, falda

verde y blusa amarilla; luciendo en el cuello sucio un triple collar

de perlas; zapatos Luis XV, las mejillas brutalmente pintadas, y un

desdeñoso cigarro de hoja bajo los párpados entornados.

Cayé consideró a la muchacha y su revólver 44: era realmente lo único

que valía de cuanto llevaba con él. Y aún lo último corría el riesgo

de naufragar tras el anticipo, por minúscula que fuera su tentación

de tallar.

A dos metros de él, sobre un baúl de punta, los mensú jugaban

concienzudamente al monte cuanto tenían. Cayé observó un rato

riéndose, como se ríen siempre los peones cuando están juntos, sea

cual fuere el motivo, y se aproximó al baúl, colocando a una carta, y

sobre ella, cinco cigarros.

Modesto principio, que podía llegar a proporcionarle el dinero

suficiente para pagar el adelanto en el obraje, y volverse en el mismo

vapor a Posadas a derrochar un nuevo anticipo.

Perdió; perdió los demás cigarros, perdió cinco pesos, el poncho, el

collar de su mujer, sus propias botas, y su 44. Al día siguiente

recuperó las botas, pero nada más, mientras la muchacha compensaba la

desnudez de su pescuezo con incesantes cigarros despreciativos.

Podeley ganó, tras infinito cambio de dueño, el collar en cuestión, y

una caja de

...

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