El País De Uno
Enviado por stukov10 • 18 de Mayo de 2014 • 6.013 Palabras (25 Páginas) • 268 Visitas
Hoy el pesimismo recorre al país e infecta a quienes entran en contacto con él. México vive obsesionado con el fracaso. Con la victimización. Con todo lo que pudo ser pero no fue. Con lo perdido, lo olvidado, lo maltratado. México estrena el vocabulario del desencanto. La reverencia al statu quo que tantos mexicanos despliegan contribuye a inhibir el cambio, a embargar el progreso, a coartar la creatividad. Convierte a los hombres y a las mujeres del país en espectadores, postrados por la devoción deferencial a una narrativa que necesitarán trascender si es que desean avanzar. Aunque es cierto que algunas prácticas del pasado han sido enterradas, numerosos vicios institucionales asociados con el autoritarismo siguen allí, coartando la representación ciudadana y la gobernabilidad democrática. México no camina en una dirección lineal hacia un mejor estadío político y económico; más bien cojea hacia adelante para después retroceder.
México parece vivir en un permanente estira y afloja entre la posibilidad de cambio y los actores que buscan evitarlo. Entre la ciudadanía anhelante y la clase política que se empeña en defraudar sus expectativas. Por un lado existe una prensa crítica que denuncia; por otro, proliferan medios irresponsables que linchan. Por un lado hay un federalismo que oxigena; por otro, hay un federalismo que paraliza. Por un lado hay un Congreso que puede actuar como contrapeso; por otro, hay un Congreso que actúa como saboteador.
El poder está cada vez menos centralizado pero se ejerce de manera cada vez más desastrosa. Se trata —en esencia— de cambiar cómo funciona la política y cómo funciona la sociedad. Y ello también requerirá construir ciudadanos capaces de escribir cartas y retar a las élites y fundar organizaciones independientes y fomentar normas cívicas y pagar impuestos y escrutar a los funcionarios y cabildear en nombre del interés público. Porque hay que creer para en- tender. Hay que creer para actuar. Hay que creer porque si se abdica a ello, los hombres se vuelven pequeños.
Yo creo en el poder de llamar a las cosas por su nombre. De descubrir la verdad aunque haya tantos empeñados en esconderla. De decirle a los corruptos que lo han sido; de decirle a los rapaces que deberían dejar de serlo; de decirle a quienes han gobernado mal a México que no tienen derecho a seguir haciéndolo. Yo creo en la obligación ciudadana de vivir en la indignación permanente: criticando, denunciando, proponiendo, sacudiendo. Porque los buenos gobiernos se construyen con base en buenos ciudadanos y sólo los inconformes lo son. La in- satisfacción lleva a la participación; el enojo, a la contribución; el malestar hacia el statu quo, a la necesidad de cambiarlo. Porque el credo de los pesimistas produce la parálisis.Engendra el cinismo. Permite que los partidos vivan del presupuesto público sin cumplir con la función pública. Permite que los legisladores no actúen como tales. Permite la persistencia de los privilegios y los cotos. El pesimismo es el juego seguro de quienes no quieren perder los privilegios que gozan, los puestos que ocupan, las posiciones que cuidan. El pesimismo es la cobija confortable de los que no mueven un dedo debajo de ella.
I. CÓMO HEMOS SIDO
PAÍS SOMNOLIENTO
El problema de México no es técnico. El problema es que muchos saben qué hacer —para mejorar la economía y la política— pero pocos están dispuestos a hacerlo. El problema es que las recetas están allí para ser emuladas pero no hay personas con el arrojo o la audacia, o el compromiso para asegurar su aplicación. Porque eso entrañaría remplazar el paradigma prevaleciente sobre el papel del gobierno y la tarea de los partidos. Y donde no hay impuestos recaudados, no hay gobiernos eficaces. No hay un Estado que invierta en su población. No hay partidos que se centren en el capital humano y cómo formarlo. No hay líderes que piensen en la educación o en el empleo como prioridad.
Hemos creado un sistema de clientelas en todos los ámbitos. Un sistema de élites acaudaladas, amuralladas, asustadas ante los pobres a quienes no han querido —en realidad— educar. Porque no quieren franquear la brecha que tanto los beneficia. Porque no tienen los incentivos para hacerlo. Hemos erigido un andamiaje político, social, cultural basado no en el mérito sino en las relaciones. Basado no en la excelencia sino en los contactos. Donde importa menos el grado que el apellido. Donde los puestos se adjudican como recompensa a la lealtad y no al profesionalismo. Donde las puertas se abren para los disciplinados y no necesariamente para los creativos. Algo está mal. Algo no funciona. Tiene que ver con una cuestión profunda, histórica, estructural. Tiene que ver con la apuesta que el país hace a sus recursos por encima de su población. La extracción del petróleo sobre la inversión en la gente. La concentración de la riqueza que ese modelo genera. Las disparidades que acentúa. La población pobre y poco educada que produce. El comportamiento clientelar que induce. La ciudadanía poco participativa que engendra. Los recipientes apáticos que hornea, generación tras generación. Porque cuando un gobierno obtiene los recursos que necesita para sobrevivir vendiendo petróleo, no tiene que recaudar impuestos. Y un gobierno que no recauda impuestos para pagarse a sí mismo —y a sus aliados— no tiene que escuchar a su población. O representarla. O atender sus exigencias. Puede aliviar las tensiones sociales aventándoles dinero.
El petróleo no ha fomentado el desarrollo equilibrado; más bien lo ha pospuesto. El petróleo no ha facilitado el ascenso de los mexicanos; más bien ha contribuido a mantenerlos en el mismo lugar. Víctimas de una escuela pública que crea ciudadanos apáticos, entrenados para obedecer en vez de actuar. Educados para memorizar en vez de para aceptar los problemas en vez de preguntarse cómo resolverlos. Educados para hincarse delante de la autoridad en vez de llamarla a rendir cuentas. Y ante la catástrofe conocida, lo que más sorprende es la complacencia, la resignación, la justificación gubernamental y la tolerancia social.
La propensión a compararse hacia abajo es el denominador común de muchos mexicanos. Refleja el sentir de quienes se conforman con la realidad porque no quieren o no saben cómo cambiarla. Refleja los instintos de políticos e intelectuales conservadores que evalúan a México con la vara comparativa del pasado e invitan a los ciudadanos a hacerlo también. Como los mexicanos no pueden imaginarse algo mejor, se conforman con lo existente. Como no quieren enfrentarse a la realidad, se acomodan ante ella. Comienzan a pensar que el pasado no era tan malo. Comienzan a racionalizar, a justificar, a relativizar. Porque los ciudadanos conformistas engendran políticos mediocres. Los ciudadanos que relativizan
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