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El federalista


Enviado por   •  18 de Agosto de 2021  •  Apuntes  •  2.956 Palabras (12 Páginas)  •  55 Visitas

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EL FEDERALISTA

Número 10


Al pueblo del Estado de Nueva York:

Entre las numerosas ventajas que ofrece una Unión bien estructurada, ninguna merece ser desarrollada con más precisión que su tendencia a suavizar y dominar la violencia del espíritu de partido. Nada produce al amigo de los gobiernos populares más inquietud acerca de su carácter y su destino, que observar su propensión a este peligroso vicio. No dejará, por lo tanto, de prestar el debido valor a cualquier plan que, sin violar los principios que profesa, proporcione un remedio apropiado para ese defecto. La falta de fijeza, la injusticia y la confusión a que abre la puerta en las asambleas públicas, han sido realmente las enfermedades mortales que han hecho perecer a todo gobierno popular; y hoy siguen siendo los tópicos predilectos y fecundos de los que los adversarios de la libertad obtienen sus más plausibles declamaciones. Nunca admiraremos bastante el valioso adelanto que representan las constituciones americanas sobre los modelos de gobierno popular, tanto antiguos como modernos; pero sería de una imperdonable parcialidad sostener que, a este respecto, han apartado el peligro de modo tan efectivo como se deseaba y esperaba. Los ciudadanos más prudentes y virtuosos, tan amigos de la buena fe pública y privada como de la libertad pública y personal, se quejan de que nuestros goóiernos son demasiado inestables, de que el bien público se descuida en el conflicto de los partidos rivales y de que con harta frecuencia se aprueban medidas no conformes con las normas de la justicia y los derechos del partido más débil, impuestas por la fuerza superior de una mayoría interesada y dominadora. Aunque desearíamos vivamente que esas quejas no tuvieran fundamento, la evidencia de hechos bien conocidos no nos permite negar que son hasta cierto grado verdaderas. Es muy cierto que si nuestra situación se revisa sin prejuicios, se encontrará que algunas de las calamidades que nos abruman se consideran erróneamente como obra de nuestros gobiernos; pero se descubrirá al mismo tiempo que las demás causas son insuficientes para explicar, por sí solas, muchos de nuestros más graves infortunios y, especialmente, la actual desconfianza, cada vez más intensa, hacia los compromisos públicos, y la alarma respecto a los derechos privados, que resuenan de un extremo a otro del continente. Estos efectos se deben achacar, principalmente si no en su totalidad, a la inconstancia y la injusticia con que un espíritu faccioso ha corrompido nuestra administración pública.

Por facción entiendo cierto número de ciudadanos, estén en mayoría o en minoría, que actúan movidos por el impulso de una pasión común, o por un interés adverso a los derechos de los demás ciudadanos o a los intereses permanentes de la comunidad considerada en conjunto.

Hay dos maneras de evitar los males del espíritu de partido: consiste una en suprimir sus causas, la otra en reprimir sus efectos.

Hay también dos métodos para hacer desaparecer las causas del espíritu de partido: destruir la libertad esencial a su existencia, o dar a cada ciudadano las mismas opiniones, las mismas pasiones y los mismos intereses.

Del primer remedio puede decirse con verdad que es peor que el mal perseguido. La libertad es al espíritu faccioso lo que el aire al fuego, un alimento sin el cual se extingue. Pero no sería menor locura suprimir la libertad, que es esencial para la vida política, porque nutre a las facciones, que el desear la desaparición del aire, indispensable a la vida animal, porque comunica al fuego su energía destructora.

El segundo medio es tan impracticable como absurdo el primero. Mientras la razón humana no sea infalible y tengamos libertad para ejercerla, habrá distintas opiniones. Mientras exista una relación entre la razón y el amor de sí mismo, las pasiones y las opiniones influirán unas sobre otras y las últimas se adherirán a las primeras. La diversidad en las facultades del hombre, donde se origina el derecho de propiedad, es un obstáculo insuperable a la unanimidad de los intereses. El primer objeto del gobierno es la protección de esas facultades. La protección de facultades diferentes y desiguales para adquirir propiedad, produce inmediatamente la existencia de diferencias en cuanto a la naturaleza y extensión de la misma; y la influencia de éstas sobre los sentimientos y opiniones de los respectivos propietarios, determina la división de la sociedad en diferentes intereses y partidos.

Como se demuestra, las causas latentes de la división en facciones tienen su origen en la naturaleza del hombre; y las vemos por todas partes que alcanzan distintos grados de actividad según las circunstancias de la sociedad civil. El celo por diferentes opiniones respecto al gobierno, la religión y muchos otros puntos, tanto teóricos como prácticos; el apego a distintos caudillos en lucha ambiciosa por la supremacla y el poder, o a personas de otra clase cuyo destino ha interesado a las pasiones humanas, han dividido a los hombres en bandos, los han inflamado de mutua animosidad y han hecho que estén mucho más dispuestos a molestarse y oprimirse unos a otros que a cooperar para el bien común. Es tan fuerte la propensión de la humanidad a caer en animadversiones mutuas, que cuando le faltan verdaderos motivos, los más frívolos e imaginarios pretextos han bastado para encender su enemistad y suscitar los más violentos conflictos. Sin embargo, la fuente de discordia más común y persistente es la desigualdad en la distribución de las propiedades.

Los propietarios y los que carecen de bienes han formado siempre distintos bandos sociales. Entre acreedores y deudores existe una diferencia semejante. Un interés de los propietarios raíces, otro de los fabricantes, otro de los comerciantes, uno más de los grupos adinerados y otros intereses menores, surgen por necesidad en las naciones civilizadas y las dividen en distintas clases, a las que mueven diferentes sentimientos y puntos de vista. La ordenación de tan variados y opuestos intereses constituye la tarea primordial de la legislación moderna, pero hace intervenir al espíritu de partido y de bandería en las operaciones necesarias y ordinarias del gobierno.

Ningún hombre puede ser juez en su propia causa, porque su interés es seguro que privaría de imparcialidad a su decisión y es probable que también corrompería su integridad. Por el mismo motivo, más aún, por mayor razón, un conjunto de hombres no puede ser juez y parte a un tiempo; y, sin embargo, ¿qué son los actos mas importantes de la legislatura sino otras tantas decisiones judiciales, que ciertamente no se refieren a los derechos de una sola persona, pero interesan a los dos grandes conjuntos de ciudadanos? ¿Y qué son las diferentes clases de legislaturas, sino abogados y partes en las causas que resuelven? ¿Se propone una ley con relación a las deudas privadas? Es una controversia en que de un lado son parte los acreedores y de otro los deudores. La justicia debería mantener un equilibrio entre ambas. Pero los jueces lo son los partidos mismos y deben serlo; y hay que contar con que el partido más numeroso o, dicho en otras palabras, el bando más fuerte, prevalezca. ¿Las industrias domésticas deben ser estimuladas, y si es así, en qué grado, imponiendo restricciones a las manufacturas extranjeras? He aquí asuntos que las clases propietarias decidirán de modo diferente que las fabriles, y en que probablemente ninguna de las dos se atendría únicamente a la justicia ni al bien público. La fijación de los impuestos que han de recaer sobre las distintas clases de propiedades parece requerir la imparcialidad más absoluta; sin embargo, tal vez no existe un acto legislativo que ofrezca al partido dominante mayor oportunidad ni más tentaciones para pisotear las reglas de la justicia. Cada chelín con que sobrecarga a la minoría, es un chelín que ahorra en sus propios bolsillos.

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