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El nivel de vida de los presos en la cárcel de Lurigancho


Enviado por   •  2 de Septiembre de 2014  •  Ensayo  •  2.664 Palabras (11 Páginas)  •  290 Visitas

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Para entender un lugar como Lurigancho, es mejor no fijarse demasiado en palabras como «cárcel» o «preso» o «celda», o en las imágenes que estas provocan. Los siete mil cuatrocientos hombres que viven en la mayor y más conocida prisión del Perú no usan uniforme. No se pasa lista ni hay hora de dormir. Cualquier control que las autoridades de la prisión tienen dentro de Lurigancho es nominal. Aseguran la puerta de la prisión y casi nada más. Los veinte pabellones del complejo pueden dividirse en dos secciones: los presos en mejores circunstancias viven en El Jardín, los pabellones con números impares. El verdor se marchitó hace tiempo, pero conserva el nombre y el prestigio. Numerosos residentes llevan las llaves de sus propias celdas y deambulan con libertad por la prisión como les plazca, aunque algunos prefieren no abandonar la calma relativa de su territorio. El otro lado de Lurigancho es conocido como La Pampa, los pabellones pares, hogar de miles de acusados de asesinato y hurto. La densidad aquí puede llegar a ser el doble de la de El Jardín, las condiciones insalubres y a menudo violentas. El penal de Lurigancho está a nueve kilómetros del centro de Lima, pero es un espejo de la vida de la ciudad. La Pampa está organizada en barrios; cada pabellón corresponde a un distrito de la capital. Los pabellones componen un mapa imaginario del mundo criminal de Lima —uno para San Martín de Porres, otro para La Victoria, otro para San Juan de Miraflores, y así—, y cada sección sirve de comité de bienvenida, grupo de apoyo y escuela para los jóvenes delincuentes que tienen la mala suerte de llegar ahí. El Jardín y La Pampa están separados por una pared alta de ladrillo y un estrecho callejón conocido como El Jirón de la Unión, cuyo homónimo fue alguna vez el paseo más aristocrático del centro colonial de Lima. La versión de aquí es un mercado al aire libre donde uno puede cortarse el pelo y comprar jabón, baterías, hojas de afeitar, camisetas viejas, drogas y chupetes. Durante el día, el callejón está plagado de los «sin zapatos», el ejército de presos drogadictos de Lurigancho que no pertenecen a ningún pabellón. Cada noche más de doscientos de estos hombres no encuentran dónde dormir. En Estados Unidos hay seis presos por cada guardia; en Lurigancho, cada guardia se encarga de unos cien hombres. Por eso las autoridades suelen hacerse de la vista gorda cuando se trata de contrabando de drogas, alcohol, televisión por cable y celulares: son comodidades que hacen tolerable la vida en prisión. Las drogas ayudan a sobrellevar el hacinamiento y mantienen a una población inquieta en una nebulosa apacible. «Es la única forma de controlar a estas bestias» me explicó un traficante de drogas.Él encontraba aterrador pensar en Lurigancho sin su dosis diaria. Las sobredosis son comunes, pero sólo hay sesenta y tres doctores para los cuarenta y nueve mil presos en el sistema penitenciario peruano, y sólo un puñado está asignado a Lurigancho. Por las puertas de la prisión entra suficiente alimento como para dos escasas comidas al día, pero todo lo demás —desde el mantenimiento hasta la disciplina y la recreación— es responsabilidad de los hombres encerrados. Cada pabellón tiene un jefe, una figura superior en el bajo mundo de Lima cuya autoridad es incuestionable. El Pabellón Siete de El Jardín, que reúne a traficantes internacionales de droga, es la excepción.

El Pabellón Siete alberga a hombres que han viajado por el mundo, tienen múltiples pasaportes y hablan varios idiomas. El estándar de vida aquí refleja la relativa opulencia de esta élite. Los narcotraficantes sonhombres de negocios que aceptan como dogma que la mayoría de los problemas pueden resolverse, o evitarse, con dinero. La mayoría son peruanos de las regiones selváticas productoras de coca, pero también hay otros: hombres de China, Holanda, Italia, México, Nigeria, España, Turquía. Las paredes del patio muestran la diversidad de sus residentes: mapas pintados de la Unión Europea, logos de equipos de fútbol colombianos, murales que celebran la vida en la selva, uno de los cuales muestra un minúsculo biplano, el emblema del narcotráfico, que flota muy alto sobre las verdes y arboladas colinas. Hay presos de casi treinta naciones, y van desde un desafortunado aspirante a mula que nunca pasó la seguridad del aeropuerto hasta el experimentado traficante de cocaína que cumple con paciencia su tercera o cuarta sentencia en su tercer o cuarto país. También hay presos comunes, hombres traídos al pabellón para trabajar. El resultado es una cultura única y cosmopolita —en Lurigancho, pero no de Lurigancho—, una comunidad protegida dentro de una prisión. Como los casi cuatrocientos presos aquí no obedecen a las jerarquías del mundo criminal de Lima, ni les interesa, en el Pabellón Siete no se impone un sólo jefe. Aquí hay democracia.

Llegué la mañana de un domingo de marzo de 2011 y encontré un ánimo muy festivo en el Pabellón Siete. La campaña anual para elegir a un nuevo gobierno estaba en marcha. Santos1, el sociable candidato que encabezaba la Lista # 2, iba de puerta en puerta con su compañero, Virgilio, el próspero dueño de la pollería del pabellón. Sus oponentes postulaban a un hombre llamado Barrios como delegado, pero la Lista # 1 estaba controlada en realidad por Avi, un traficante israelí. Cada lista tenía media docena de puestos: delegados de comida, disciplina, economía, cultura, deportes y salud, además de subdelegados en cada una de estas áreas. Varios presos llevaban camisetas de campaña —blancas con una estrella azul, o rojas con letras amarillas que decían «SANTOS Y VIRGILIO, VOTA POR UN CAMBIO». Habían afiches de campaña forrando las paredes, algunos diseñados para imitar las primeras planas de periódicos locales, otros citaban encuestas ficticias. Uno mostraba el dibujo de una vieja raqueta de tenis de madera y la frase «¡NO MÁS RAQUETAS», la jerga para las inspecciones policiales. Estas son tan inusuales, y el concepto de «contrabando» tan flexible en Lurigancho, que cada raqueta es vista como una ofensa al orden establecido, y el síntoma de un mal delegado. La última, en enero, había conmocionado tanto a la población, que se convirtió en un tema de campaña. Santos y Virgilio habían organizado una fiesta el día anterior a mi llegada, y aún colgaban por el patio banderas multicolores adornadas con el número 2. Un puñado de hombres sin camisa desmantelaba el escenario donde había tocado una banda del pabellón vecino. Santos y Virgilio incluso habían hecho arreglos para que bailarinas de afuera se unieran al show; mujeres voluptuosas que habían impresionado al electorado. Mientras sonaba la música y ellas bailaban, Santos había ido de mesa en mesa, estrechando las manos de sus compañeros de pabellón y sus familias que estaban de visita,

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