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LA TORTURA Y LA MUERTE COMO ESPECTÁCULO


Enviado por   •  20 de Marzo de 2012  •  1.727 Palabras (7 Páginas)  •  776 Visitas

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LA TORTURA Y LA MUERTE COMO ESPECTÁCULO

Por John Jairo Usme

"El toreo es el último escollo de una humanidad sin civilizar”

Isidro Gomá y Tomás

"Lo más odioso de las corridas de toros no es el sufrimiento

y muerte del animal o la cursilería del atuendo y ademanes

del matador de ventaja, sino su esencia como espectáculo,

organizado de forma que el público fundamentalmente

disfruta con la tortura y muerte de un ser vivo”

Javier Neira

Nunca me ha gustado el toreo. Siempre lo he detestado. Me parece una práctica macabra y salvaje que aun no entiendo cómo algunos se empeñan en asociarlo con el arte. Es innegable que se trata de una tradición antigua y que por lo mismo hace parte de un conglomerado cultural, pero eso no necesariamente significa que sea una manifestación artística porque el arte, como elemento del desarrollo y evolución psicosocial de la humanidad, es sinónimo de ingenio, creatividad y belleza cuyo fin último es la estética como medio para comunicar ideas y emociones. Artes la pintura, la escultura, la arquitectura, la música, las letras, el teatro y el cine, máximas expresiones creativas del ser humano.

Mucho menos se puede afirmar que por tratarse de una tradición, ésta se tenga que perpetuar.

Otros más audaces se atreven a conceptuar que la tauromaquia es la “ciencia” del toreo. Aquí sí están más que desubicados. El toreo podrá ser cualquier cosa menos ciencia, porque no sé qué tipo de conocimientos nos pueda aportar, qué hipótesis ha construido o qué leyes generales se han deducido gracias a su ejercicio. Quizás el matiz más aproximado que podría darse al toreo sería el de deporte, aunque es bien sabido que algunas de sus características definitivamente terminan por alejarlo de ser una actividad deportiva. En el deporte se exige entrenamiento y exigencia física, sujeción a normas y competencia igualitaria entre dos rivales y en este caso el animal no tiene la opción de no competir o mejor, de no ser sacrificado, además de que el torero, cuando lo atraviesa con su espada, previamente ha reducido la fortaleza de la bestia a punta de cansancio y tortura. Entonces no se puede hablar de igualdad de condiciones.

Entonces de plano se descarta como arte, ciencia o deporte, y la verdad, jamás he podido comprender qué es lo que los “cultos” de la fiesta brava ven en ella para que la defiendan con tanto ahínco.

Cómo negar que a través de los años, a fuerza de erigirse en una lucrativa empresa y rentable negocio de comerciantes, ganaderos y políticos, que además cuenta con el respaldo de miles de aficionados alrededor del mundo, la tauromaquia ha tomado una fuerza inusitada que se ha aprovechado para venderse falsamente como un espectáculo culto.

Y si hay algo en lo que somos buenos los colombianos, es precisamente en copiar modas y tendencias culturales, así no tengamos ni idea de ellas. Si bien el toreo es algo que en nuestro país siempre ha contado con cierta acogida, su verdadero boom empezó con el éxito alcanzado por César Rincón en España, cuando salió en hombros de la Plaza de las Ventas de Madrid. Puedo recordar la manera en que tal suceso se comentó y celebró como uno de los más grandes logros obtenido por compatriota alguno en el país ibérico, seguido de una avalancha de nuevos admiradores y seguidores de tan “noble arte”, que pronto empezaron a atiborrar cuanta plaza de toros recibía al “diestro” criollo. Que no supieran sobre toreo, no interesaba. Lo que realmente importaba era estar en las graderías viendo a César Rincón, porque era el orgullo del país en ese momento.

Disfrutaba y me divertía tremendamente viendo las noticias de esa época, especialmente cuando presentaban imágenes de la gente que asistía a las dichosas corridas en donde no podía faltar presidente, ex presidentes, ministros, personajes de la farándula y artistas de toda clase, enfundados en sus mejores pintas y disfrazados de taurófilos: el infaltable sombrero recién comprado, la chaqueta de piel o gamuza, la bufanda, las botas que no permitían caminar bien porque jamás las habían usado, los lentes oscuros, y por supuesto, el pañuelo blanco para agitar y bramar como autómatas el eterno y fastidioso ¡OLÉ! durante toda la corrida.

Tampoco tenía importancia que ignoraran por completo el ritual y la jerga propia. De tal suerte, desconocían el significado de palabras básicas como montera, picador, divisa, banderillero, lance o tercio. Seguramente para la mayoría de ellos la verónica era una parienta del torero, le decían diestro porque utilizaba la mano derecha y paseíllo era una especie de viajecillo. Mínimo. Pero qué hijuemadre, si lo que pagaba la boleta era conocer al “maestro” y sobre todo, a toda la gente “importante” que estaba en la plaza, por quienes colgaban geta y gastaban todo el rollo de la cámara fotográfica.

Realmente era un espectáculo patético ver tanto plástico humano derritiéndose bajo el sol abrasador de esas tardes, convencidos de que tener la oportunidad de estar cerca de la crema y nata del país les daría un poco de prestigio.

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