LECTURA, ANÁLISIS COMPARATIVO Y REDACCIÓN
Enviado por liescobar • 2 de Octubre de 2014 • 1.306 Palabras (6 Páginas) • 492 Visitas
ACTIVIDAD 2. 1
EJERCICIO DE LECTURA, ANÁLISIS COMPARATIVO Y REDACCIÓN
a) Lee con atención los siguientes textos;
b) con base en la apreciación y comparación de sus características particulares, determina a qué subgénero narrativo pertenecen;
c) realiza un esquema en el que especifiques las razones por las cuales crees que pertenecen a esos subgéneros;
d) redacta un comentario sobre los niveles de contenido que abordan ambas obras, considerando las siguientes preguntas:
• ¿A qué época pertenecen y de qué manera reflejan las costumbres y creencias de la sociedad en que fueron escritas?
• ¿Cuál es el mensaje que el autor quiere transmitir a los lectores?
• ¿Cuál es tu opinión acerca de las tradiciones y costumbres que describe el segundo texto?
• ¿Qué diferencias observas entre lo leído y la realidad que impera en tu entorno inmediato, tu estado o tu país?
EL BARBERO DE SU EXCELENCIA
(fragmento, Luis González Obregón)
Invariablemente, desde el día en que tomó posesión del virreinato de la Nueva España el segundo conde de Revilla Gigedo, tenía la costumbre de que lo afeitasen todas las mañanas, a las siete en punto.
Poco antes de esta hora entraba el maestro barbero a la cámara del virrey, provisto de pichel y bacía de plata cincelada y reluciente, paños finos de cambray y bolsa de cordobán, que a modo de estuche contenía las navajas.
El conde hallábase ya sentado en cómodo sillón, frente a la vidriera de uno de los balcones que caían a la plaza del Volador, y mientras el barbero asentaba las navajas y hacía la jabonadura, leía S. E. las quejas y solicitudes que la víspera habían sido depositadas en su buzón que por su orden se había colocado en la puerta principal del Real Palacio.
El barbero, a quien todos conocían solo por su nombre de pila, llamábase Teodoro Guerrero, y era un viejecito simpático, como de setenta años de edad, enjuto de carnes, color moreno, de ojos verdes y muy vivos, bastante calvo y todo rasurado.
Vestía el traje de los barberos de su época, pero a causa de sus años y tener que salir muy de mañanita para servir a su clientela, traía siempre puesta su capa, que sólo se quitaba en el acto de ir a afeitar.
Con el Virrey ponía particular cuidado. Colocábase un paño finísimo en el pecho, otro atrás para limpiar las navajas, y mientras el Virrey se detenía la bacía encajada en el cuello, Teodoro untábale la jabonadura a dos manos, pero con suma pulcritud y habilidad.
En seguida, no sin probar el filo de la navaja en uno de los dedos, procedía a desmontar la barba, y a continuación previa agua limpia con que enjuagaba el rostro del Virrey y nueva untada de jabón con los dedos, seguía la operación de desencañonar, pero sin producir irritación en la piel, ni hacer sangre, ni causar la más mínima molestia.
El Virrey continuaba leyendo, y Teodoro, después de peinar la cabellera, empolvarla y tejer la trenza de la coleta, exclamaba satisfecho, sacudiendo las manos:
—¡Buena salud, excelentísimo señor!
Y S. E. le contestaba:
—¡Gracias, Teodoro!
El barbero recogía entonces los menesteres de su oficio. Salía como había entrado, silencioso, inclinándose con respeto ante S. E, procurando en esta vez lo darle las espaldas, pero sin pronunciar siquiera unos corteses y secos Buenos días.
El segundo conde de Revilla Gigedo, como es bien sabido, fue un modelo de virreyes. La Nueva España le debió mucho. Durante su sabia y honrada administración progresaron la agricultura y las industrias, las ciencias y las letras. Los cargos públicos fueron desempeñados por ciudadanos inteligentes y probos, y destituidos los inútiles, los perezosos, los ignorantes. La ciudad de México se embelleció mucho y ganó en limpieza y en higiene. Calles, plazas, paseos, fuentes, baños, edificios, todo fue objeto de particular reforma, pues aquel esclarecido Virrey era infatigable y trabajaba día y noche para dar cumplimiento a las múltiples atenciones inherentes a su empleo y a los mil proyecto que a cada paso realizaba.
El conde, por su misma labor, no perdía el tiempo en vanas y pueriles conversaciones, y ni a la hora
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