LOS NIÑOS DEL PLOMO
Enviado por jekprincesss • 20 de Octubre de 2013 • 4.528 Palabras (19 Páginas) • 338 Visitas
Los niños del plomo
Existe un pueblo en el Perú donde las casas, las calles, el hospital, el colegio y unas
pocas áreas verdes están cubiertos por un polvo gris. Entre las partículas de esa nube
negra que parece arena, hay plomo. El plomo que sale de las chimeneas de una fundición
de metales que ha traído trabajo, “progreso” y docenas de historias de niños que no
engordan ni crecen y que tragan esa tierra tóxica cada vez que se meten los dedos en la
boca.
Por Marina Walker Guevara
Mishell Barzola tiene seis años y hace tiempo dejó de crecer. Mide apenas un metro y pesa 14
kilos, sólo un poco más que su hermano Steven de dos años. Su madre, Paulina Ccanto,
sospecha que el plomo se le ha metido en el cuerpo.
En La Oroya, Perú, donde vive Mishell, los niños respiran y tragan constantemente el metal que
viaja en el aire y se deposita en el suelo. Cuando juegan al fútbol o a las canicas en las calles de
tierra, el viento arroja polvo tóxico en sus caras. Cuando se llevan los dedos a la boca, los
pequeños, literalmente, comen plomo.
“No la veo bien a la niña”, me dice Paulina sentada en la pequeña habitación que alquila en esta
ciudad andina de 33.000 almas, 180 kilómetros al sureste de Lima. Anoche llovió y las goteras se
han ensañado con la cama que comparten tres de los cuatro hijos de la mujer. Un débil rayo de
sol se cuela por el mismo agujero del techo por el que se filtra el agua.
“Mishell no engorda ni crece. El doctor me dijo que puede ser por el exceso de plomo”, me
explica Paulina casi susurrando, como si de ese modo la amenaza se tornase menos real. Su
hija Rosario, de doce años, habla con la soltura propia de los niños: “A veces nos llenamos de
plomo y nos da una enfermedad. Nuestro estómago se llena de plomo. Con eso también
podemos morir”.
Es febrero de 2005 y Paulina está a la espera de los resultados de un examen de sangre que
despejará todas las dudas sobre la salud de Mishell. En La Oroya, diversos estudios han
demostrado que prácticamente todos los niños están intoxicados con plomo en niveles tres
veces mayores, en promedio, que lo máximo permitido por la Organización Mundial de la Salud.
La razón está del otro lado de las aguas cobrizas del río Mantaro, en la enorme chimenea de
cemento que desde hace 83 años escupe sus humos en la cara de los oroyinos.
El complejo metalúrgico de La Oroya es, al mismo tiempo, el drama y la razón de ser de esta
ciudad. De él viven las familias de los 4.000 obreros que trabajan en sus hornos procesando
plomo, zinc, cobre, oro y plata. Miles de comerciantes y transportistas dependen de la fundición
para su supervivencia. Y muchos otros han logrado que los nombres de sus hijos estén en la
lista de asistencia social de la empresa estadounidense que desde 1997 maneja la planta, Doe
Run Co., la productora de plomo más grande de América del Norte.
Por momentos, y aunque la realidad la contradice, Paulina se esfuerza en pensar que tal vez
Mishell sea la excepción entre los niños de La Oroya. Que los cuidados especiales de
alimentación e higiene que ella le brinda hayan hecho su parte. Yo también quiero creerlo.
Después de todo, pienso, Mishell tiene una energía envidiable.
Sube corriendo las escaleras empinadas de su barrio, juega a la pelota y se va saltando por la
vereda con sus amigos. Es pequeña, sí, pero no parece que estuviera enferma. La gran tragedia
de la intoxicación por plomo es, precisamente, su sigilo, la ausencia de signos externos
inmediatos o muy notorios. Sin embargo, la exposición prolongada al metal provoca daños
irreversibles en el sistema nervioso central. Es un veneno de acción lenta, pero devastadora.
Recorro las calles angostas, laberínticas de La Oroya Antigua, la zona más cercana a la
fundición. Trozos de vida urbana compiten con escenas casi coloniales: falta de agua corriente,
ausencia de un sistema de cloacas, basura amontonada a la orilla del río. Hay una belleza
irónica en la confusión de casas viejas pintadas de azules, de amarillos y de marrones; bares
improvisados que empiezan a poblarse desde temprano y cabinas de internet abarrotadas de
niños y adolescentes.
Ayer pagaron en la empresa y el mercado callejero está rebosante de vendedores de todo,
desde aceite curativo de caracoles hasta trucha frita recién preparada. Perros flacos comen los
restos de comida que caen de los puestos, y docenas de taxis se agolpan en las calles y hacen
sonar sus bocinas. A lo lejos se escucha el andar pesado, metálico del tren que sale de la
fundición con sus vagones repletos de minerales rumbo a Puerto Callao, en Lima.
Nadie parece prestar atención al aire pesado, irrespirable, ni al olor ácido que lo impregna todo,
se mastica, quema los ojos y la garganta. Los oroyinos me dicen que a la larga uno se
acostumbra a los “gases”, como le llaman, una combinación de plomo, arsénico y dióxido de
azufre, entre otros contaminantes que emite la fundición. El humo queda atrapado entre las
laderas de los cerros donde se agolpa, caótica, la ciudad.
Hugo Villa es neurólogo y trabaja en La Oroya desde hace 25 años. Me recibe en el hospital
Essalud, donde se atienden los obreros de la fundición y sus familias, pero me pide discreción y
me conduce a una sala alejada del paso del público. El médico se ha unido a los grupos que
reclaman que Doe Run cumpla con el plan de mitigación ambiental al que se comprometió
cuando compró el complejo hace ocho años. Pero quienes se atreven a hacer ese reclamo, dice
Villa, son rápidamente señalados por los trabajadores del sindicato como “traidores”. “Quien
habla del problema de salud está yendo contra la fuente de trabajo”, me explica el médico en
baja voz, igual que Paulina. Por esta razón, según Villa, los padres no preguntan sobre el plomo
cuando llevan a sus niños al hospital. Tampoco expresan preocupación. “Es como si tuvieran
miedo”, dice Villa, “me siento frustrado, impotente. Me da rabia. En 15 ó 20 años toda una
generación va a tener problemas de desarrollo psicomotor”.
La planta de
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