La Vida Y La Muerte
Enviado por kakalo611 • 1 de Febrero de 2014 • 5.537 Palabras (23 Páginas) • 223 Visitas
RESUMEN:
La noción de “bien común”, como expresión de un bien universal que tiene que ser objetivo y su evolución, desde sus orígenes griegos y romanos, es examinada en este trabajo en relación a la equidad de género, en los dos sentidos de la palabra equidad: el de igualdad y el de proporcionalidad, tomando a un tiempo la matriz latina y griega del término (equitas y epieikeia). Sin pretender, agotar la cuestión se aborda la crítica liberal y “comunitarista” al concepto de “bien común” y sus implicaciones en los consensos normativos de las democracias constitucionales respecto de las condiciones de autonomía y libertad de las mujeres.
Palabras claves: justicia, “bien común”, equidad, universalidad y particularidad.
1.-Cuestiones previas:
Últimamente, al abordar la cuestión de la equidad de género en las democracias constitucionales, suele ser inevitable referirse a las diferencias existentes entre hombres y mujeres en términos de representación política. Los fenómenos relativos a la infrarrepresentación de las mujeres han sido muy debatidos y suelen ser tratados, partiendo de un fuerte cuestionamiento de una realidad pertinaz, a saber, la diferencia sexual cobra universalmente dimensiones de desigualdad, a todos los niveles representativos. Durante la mayor parte de la existencia del estado moderno, la ciudadanía que se ha otorgado a las mujeres ha resultado incompleta y su capacidad para ejercitar sus derechos como ciudadanas se ha visto moldeada por las limitaciones de sus condiciones para obtener su autonomía. Esas condiciones son expresiones de determinados procesos de transigencia en el seno de la sociedad civil, pero particularmente de la transigencia de los poderes del Estado, que, como han señalado Lagan y Ostner (1991:142), que abrigan dudas sobre el alcance de ésta, la emancipación que otorga el Estado a las mujeres reside en el frágil y eventual consentimiento de aquéllos que hasta ahora han ostentado el poder del estado: los hombres. De manera que la igualdad de hombres y mujeres está en un equilibrio inestable, según se aprecia, en el hecho de que la ciudadanía, como estatus, tiene distintas implicaciones para hombres y mujeres. A partir, del reconocimiento de esta realidad, se abre paso la necesidad de incorporar la variable de género, como categoría analítica, a las investigaciones sociales y políticas, ya que introducir esta categoría puede posibilitar la transformación del concepto de sujeto histórico entendido tradicionalmente como sujeto masculino, y, engendrar, de paso, una nueva conceptualización de lo social y lo político. Por no decir del valor y el principio normativo de la igualdad.
El hecho, de que últimamente haya habido tantas reflexiones –y desde tan variados puntos de vista- que han abordado la cuestión de la infrarrepresentación política e institucional de las mujeres ha llevado a algunos a hablar, insistentemente, de la feminización de la cultura y de la próxima feminización del poder, como si esto último fuera un peligro que hay que conjurar. Es una feminización ficticia, pero el mito es provechoso y ha servido y sirve para generar resistencias a la igualdad que se propugna como vía para acceder a la equidad de género. La particular focalización del tema de la infrarrepresentación ha provocado el olvido de otras cuestiones interdependientes con la desigualdad suscitadas por la diferencia sexual e, incluso, a dar la impresión, en algunos casos extremos, que la falta de equidad de género es sólo un problema de representación que se resuelve, particularmente, con una ampliación cuantitativa del acceso a la representación política e institucional de las mujeres, mediante la cual se reforzaría la legitimidad de las decisiones institucionales que se tomarían en nombre de toda la sociedad y se alcanzaría una suerte de justicia, entendida ésta en un sentido general, que sólo se podría explicar como una derivación de la participación igualitaria de todos. Así, acabar con la injusticia implicaría el desmantelamiento de los obstáculos institucionalizados que impiden que algunos, en este caso las mujeres, participen en pie de igualdad con el resto, como miembros plenos de la interacción social.
Y, aunque, sea imposible hablar de la equidad de género sin pensar en un sistema de acceso igualitario a la representación política, evidentemente, no basta con eso, salvo que estemos hablando de una democracia radical. Hay razones para la insatisfacción, entre ellas cabe citar el hecho de que el mismo Estado es una institución patriarcal y lo sigue siendo en las democracias constitucionales. Es una forma de organización masculina hasta el punto de que hay quien lo caracteriza, como el “patriarca generalizado”. No vamos a examinar esa caracterización, que ha hecho fortuna, pero, si el hecho de que la jerarquización practicada desde las instancias del poder en las democracias constitucionales en relación a lo que se considera posible y deseable para el conjunto de la sociedad, es una jerarquización masculina y, por consiguiente, discriminatoria. Es imposible hacer políticas discriminatorias sin que esa cualidad se refleje en la idea de “bien común” del propio estado democrático constitucional.
El descubrimiento de la práctica de discriminaciones por las instituciones no es una novedad. Es un hecho más que debatido por el pensamiento feminista, dado el dominio masculino de las estructuras de poder en las democracias constitucionales. Precisamente, la desigualdad de género es una expresión del diferencial de poder de los hombres respecto de las mujeres. Pero no está demás recordar que todas las formas institucionalizadas de representación justifican las correspondientes instituciones de poder, en un campo de juego, en el cual los mecanismos institucionales existentes sirven a la apropiación masculina de definición de los fines y los medios que a través de estos mecanismos se establecen. Y, por supuesto, también, de la elección de las prioridades que se deben de cumplir mediante acciones políticas. La acción del Estado crea situaciones de dependencia e independencia entre hombres y mujeres, puesto que se ha definido de forma diferente al hombre y a la mujer en la sociedad política en lo que se refiere a sus derechos económicos, políticos y personales[1]. Así, que los cambios en la naturaleza del estado son importantes para las mujeres tanto, en términos personales como políticos; pero, también, lo son la definición de qué acciones son necesarias para los intereses generales de la sociedad y demostrar la falsa universalidad de los intereses perseguidos, como fines deseables.
Desde luego, tiene mucho interés
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