VIAJE AL PUEBLO
Enviado por manolofacundo • 16 de Mayo de 2013 • 2.348 Palabras (10 Páginas) • 392 Visitas
Viaje al Pueblo
-¡Mañana iremos al Pueblo!, anunció mi madre, mientras horneaba un queque y comenzaba a llenar una bolsa grande de género con algunas mercaderías.
El solo anuncio de ir al Pueblo, me llenó de júbilo puesto que eso significaba una gran aventura. También comencé a ordenar mis cosas; saqué de un cajón un mameluco que me colocaba sobre la otra ropa, para poder jugar y ensuciarme de forma tranquila. Esta prenda se lavaba luego a mano en la batea con Perlina o Radiolina; busqué además mi pistola con balas de madera, para jugar a “los covoy” con los niños del pueblo.
Tampoco olvidé de echar en otra bolsa de género (que eran nuestras mochilas) los dos últimos ejemplares del Simbad y del Peneca; mi mamá la verme, me pidió que también echara el Okey, para mi tía. Continué buscando en los cajones y encontré un trompo, algunas bolitas de vidrio y las otras, pintadas a mano, un runrún, que le enredaba el pelo a las niñas y muchos tesoros más…
Al otro día, a media mañana, llegó un cochero a buscarnos, se llamaba señor Olave. Tenía un coche muy bonito, de esos que también llaman calesa, tirado por un enorme caballo negro. Nos llevó hasta la plaza de Copiapó y nos bajamos frente al Grupo Escolar donde nos subimos a una góndola (que era la micro de aquel entonces) y cuando sonó el pito de una sirena que marcaba el mediodía, el chofer le dio arranque al motor y comenzó a salir.
Me senté para el lado de la ventana, porque me gustaba ver a las personas que se encontraban en la calle. Ya habíamos pasado la primera quincena del mes de enero y las nubes que habían amanecido temprano, al mediodía comenzaban a retirarse.
Lentamente comenzó la góndola su recorrido por la calle Los Carreras. Frente al Hospital, San José del Carmen, subió una señora muy delgada, con un pañuelo amarrado a la cabeza y de la mano llevaba un niño con el brazo enyesado. Un caballero, que tenía un sombrero viejito le dijo:
-¿Qué pasó, Ña Hermelinda?, ¡al parecer jue grande la trijulca!
-¡No!, Ño Olegario, lo que pasó que este recondenao se cayó dentro de una acequia, menos mal que no había agua y el doctor Carrasco, lo enyesó, ¡así estará tranquilo!
Ya estábamos enterados de lo que sucedió y continuaba mirando por la ventana. Nos acercábamos a la Iglesia de La Candelaria. Ya se veía como algunas persona que llamaban “voluntarios” comenzaban a desmalezar el sector, cerca de un terreno que decían era de los Troncosos, así lo escuchaba; mientras mi mama conversaba con una señora que iba sentada al otro lado del pasillo. Me acordé cómo para la fiesta de la Virgen, mi papá y otros mineros se instalan en esos terrenos y cuando ella es sacada en la procesión, comienzan a detonar dinamita, para saludarla. Me dan un poco de miedo, pero ellos se ponen felices, gritan, se abrazan, agradecen y persignan y hablan de protección. Qué bueno que ya pronto vendrá mi papá de la mina, para que vayamos a ver a la Virgen.
Se detuvo la góndola frente a la capilla y baja una señora con un ramo de flores muy bonitas, de esas que llaman azucenas. Dijo que era para adornar el altar porque mañana comenzaría la novena de la virgen. Seguramente debería ser algo bonito, porque las flores eran muy hermosas y olorositas.
A puros saltos entre las piedras, continuaba el vehículo y poco a poco me comenzó a dar sueño; pero no quería dormirme, porque este viaje al Pueblo San Fernando (así decía mi mama que se llamaba), era un premio para cualquier niño de Copiapó y había que disfrutarlo. El calorcito que comenzaba a hacer y el paletó que llevaba puesto, me producían un sopor y apenas abría los ojos.
Mi mamá se dio cuenta y cuando llegamos a Placilla Morales me sacó el paletó y me compró en $1 (un peso) una rica paleta de limón que me quitó el sueño. Aquí se bajaron dos caballeros. Uno de ellos llevaba un saco de harina y el otro, unas cajas con fertilizantes o algo así.
Le pregunté a mi mamá si faltaba mucho para llegar donde mi Tío Alfredo y la Tía Chabela. Me respondió que lo mismo de siempre, que no me aburriera y que mirara por la ventana. Así cada cierto tiempo, se iba deteniendo la góndola y algunas personas subían y otras bajaban; al parecer, todas esas personas se conocían, porque se saludaban muy amablemente y reían.
Pronto nos detuvimos en un Retén de Carabineros y un cabo subió a mirar los pasajeros. Cuando se bajó, supimos que andaba buscando a dos niños que se habían adueñado de una gallina. Allí me entretuve un rato pensando cómo lo habrían hecho para corretear a la gallina y luego pillarla.
Ya pronto llegaríamos a nuestro destino, porque se divisaba la Iglesia de la Santísima Trinidad, que está en Punta Negra. Me acordé cuando en un viaje anterior mi Tía Chabela me trajo a conocerla. Estuvimos un rato dentro, después nos quedamos mirando el bonito jardín y nos cruzamos al Fundo San Miguel, porque iba a buscar a una de las señoras Vergara. Eran varias señoritas y un caballero muy bien vestido que se llamaba Néstor. Este señor, mientras mi tía conversaba con una señorita, me mostró donde había un santo y decía que todos los días debían prenderle una velita, debido a una manda. De reojo, al salir, miré un salón con mueble muy grandes y bonitos; decían las personas que era una casa de personas pudientes; y parece que sí, pues uno de los callejones, el que está al lado de la Iglesia, se llama Celsa Vergara.
Ya faltaba poco para llegar a la Quinta Santa Ana, en donde trabaja mi Tío Alfredo Cuello, como mediero de la familia Fuentes. ¡Por fin llegamos!; levantamos unos alambres que unían los palos fuertes de los portones y entramos, luego había que cerrar. Los perros salieron ladrando a recibirnos y como ya conocían a mi mamá, se acercaban moviendo la cola y hacían piruetas.
Desde la entrada hasta donde estaba la casita, distaban como ochenta metros. Las madreselvas que había en el callejón, enredadas en las separaciones de caña existentes entre el huerto y el camino de ingreso, perfumaban todo el ambiente. Mi madre algo canturreaba de un “vieja pared”…
Cuando nos acercábamos más, aparece mi Tía Chabela, con un poco de lana de oveja en la mano, porque estaba hilando. La deja sobre n tronco y se aproxima a recibirnos, detrás sale uno de sus hijos, el Prefe (era bien raro su nombre); él era ya un joven y yo tenía ocho años, pero jugábamos de todas maneras y le mostraba mis juguetes y revistas; era entenado (que palabra más rara) de mi tío Alfredo, porque con mi Ría no tuvieron hijos.
Con Prefe nos fuimos al huerto, pero antes de salir, mi madre me puso el mameluco y me cambió los zapatos y me encargo que no comiera fruta verde.
Ahí se daba inicio a la fiesta que cada
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