El Matadero. Esteban Echeverría
Enviado por CristianV09 • 9 de Noviembre de 2015 • Apuntes • 7.008 Palabras (29 Páginas) • 176 Visitas
El Matadero. Esteban Echeverría
A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendien- tes como acostumbraban hacerlo los antiguos historiadores españoles de América, que deben ser nuestros prototipos. Tengo muchas razones para no seguir ese ejemplo, las que callo por no ser difuso. Diré solamente que los sucesos de mi narración, pasaban por los años de Cristo del 183... Estábamos, a más, en cuaresma, época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la Iglesia, adoptando el precepto de Epicteto, susti- ne, abstine (sufre, abstente), ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de los fieles, a causa de que la car- ne es pecaminosa, y, como dice el proverbio, busca a la carne. Y como la Iglesia tiene ab initio y por delega- ción directa de Dios, el imperio inmaterial sobre las conciencias y estómagos, que en manera alguna perte- necen al individuo, nada más justo y racional que vede lo malo. Los abastecedores, por otra parte, buenos federales, y por lo mismo buenos católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de mandamiento, sólo traen en días cuaresmales al matadero, los novillos necesarios para el sustento de los niños y de los enfer- mos dispensados de la abstinencia por la Bula y no con el ánimo de que se harten algunos herejotes, que no faltan, dispuestos siempre a violar las mandamientos carnificinos de la Iglesia, y a contaminar la sociedad con el mal ejemplo. Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa. Los caminos se anegaron; los pantanos se pu- sieron a nado y las calles de entrada y salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro. Una tremenda aveni- da se precipitó de repente por el Riachuelo de Barracas, y extendió majestuosamente sus turbias aguas has- ta el pie de las barrancas del Alto. El Plata creciendo embravecido empujó esas aguas que venían buscando su cauce y las hizo correr hinchadas por sobre campos, terraplenes, arboledas, caseríos, y extenderse como un lago inmenso por todas las bajas tierras. La ciudad circunvalada del Norte al Este por una cintura de agua y barro, y al Sud por un piélago blanquecino en cuya superficie flotaban a la ventura algunos barquichuelos y negreaban las chimeneas y las copas de los árboles, echaba desde sus torres y barrancas atónitas mira- das al horizonte como implorando la misericordia del Altísimo. Parecía el amago de un nuevo diluvio. Los be- atos y beatas gimoteaban haciendo novenarios y continuas plegarias. Los predicadores atronaban el templo y hacían crujir el púlpito a puñetazos. Es el día del juicio, decían, el fin del mundo está por venir. La cólera di- vina rebosando se derrama en inundación. ¡Ay de vosotros, pecadores! ¡Ay de vosotros, unitarios impíos que os mofáis de la Iglesia, de los santos, y no escucháis con veneración la palabra de los ungidos del Señor! ¡Ah de vosotros si no imploráis misericordia al pie de los altares! Llegará la hora tremenda del vano crujir de dien- tes y de las frenéticas imprecaciones. Vuestra impiedad, vuestras herejías, vuestras blasfemias, vuestros crí- menes horrendos, han traído sobre nuestra tierra las plagas del Señor. La justicia del Dios de la Federación os declarará malditos. Las pobres mujeres salían del templo sin aliento, anonadadas, echando, como era natural, la culpa de aquella calamidad a los unitarios. Continuaba, sin embargo, lloviendo a cántaros, y la inundación crecía acreditando el pronóstico de los predicadores. Las campanas comenzaron a tocar rogativas por orden del muy católico Restaurador, quien pa- rece no las tenía todas consigo. Los libertinos, los incrédulos, es decir, los unitarios, empezaron a amedren- tarse al ver tanta cara compungida, oír tanta batahola de imprecaciones. Se hablaba ya, como de cosa re- suelta, de una procesión en que debía ir toda la población descalza y a cráneo descubierto, acompañando al Altísimo, llevado bajo palio por el obispo, hasta la barranca de Balcarce, donde millares de voces conju- rando al demonio unitario de la inundación, debían implorar la misericordia divina.
El Matadero. Esteban Echeverría
Feliz, o mejor, desgraciadamente, pues la cosa habría sido de verse, no tuvo efecto la ceremonia, porque bajando el Plata, la inundación se fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de con- juro ni plegarias. Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la inundación estuvo quince días el Mata- dero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los bueyes de quinteros y aguateros se consumieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se alimentaban con hue- vos y gallinas, y los gringos y herejotes bramaban por el beefsteak y el asado. La abstinencia de carne era general en el pueblo, que nunca se hizo más digno de la bendición de la Iglesia, y así fue que llovieron sobre él millones y millones de indulgencias plenarias. Las gallinas se pusieron a seis pesos y los huevos a cuatro reales y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales promiscuaciones ni excesos de gula; pero en cambio se fueron derecho al cielo innumerables ánimas, y acontecieron cosas que parecen soñadas. No quedó en el Matadero ni un solo ratón vivo de muchos millares que allí tenían albergue. Todos mu- rieron o de hambre o ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia. Multitud de negras rebusconas de achu- ras, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas arpías prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las gaviotas y los perros, inseparables rivales suyos en el Matadero, emigraron en busca de alimento animal. Porción de viejos achacosos cayeron en consunción por falta de nutritivo caldo; pero lo más notable que sucedió fue el fallecimiento casi repentino de unos cuantos gringos herejes que co- metieron el desacato de darse un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao y se fueron al otro mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable promiscuación. Algunos médicos opinaron que si la carencia de carne continuaba, medio pueblo caería en síncope por estar los estómagos acostumbrados a su corroborante jugo; y era de notar el contraste entre estos tristes pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados desde el púlpito por los reverendos padres contra toda cla- se de nutrición animal y de promiscuación en aquellos días destinados por la Iglesia al ayuno y 1a peniten- cia. Se originó de aquí una especie de guerra intestina entre los estómagos y las conciencias, atizada por el inexorable apetito y las no menos inexorables vociferaciones de los ministros de la Iglesia, quienes, como es su deber, no transigen con vicio alguno que tienda a relajar las costumbres católicas: a lo que se agregaba el estado de flatulencia intestinal de los habitantes,
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