Cantar de Ciegos
Enviado por prosti • 6 de Junio de 2013 • Tutorial • 4.607 Palabras (19 Páginas) • 340 Visitas
Cantar de Ciegos: peregrinaje por una tierra hecha de espejismos que retroceden ante el afán del hombre. Nudos que ata y desune la tensión trágica que es el sentido último de la existencia humana. Desengaño que aguarda siempre a la inocencia o al deseo de íntima libertad. Y, sin embargo, también la búsqueda eterna de una plenitud que reside en buscarla, el recomienzo y el principio de una aventura aclarada y recobrada al final. La ciudad de México, la provincia y el mar, el ámbito fantástico y el escenario casi tangible, son la realidad que aparece en los cuentos de este libro – una imagen de hoy y de nosotros mismos.
Carlos Fuentes (México, 1929) inició su trabajo de escritor con los relatos de Los días enmascarados (1954). Vuelve ahora a este género con la maestría adquirida en sus novelas: La región más transparente (1958), Las buenas conciencias (1959), Aura y La muerte de Artemio Cruz (1962).
Non lo podemos ganar
Con estos cuerpos lazrados,
Ciegos, pobres, cuytados.
Libro de buen amor
LAS DOS ELENAS
A José Luis Cuevas
- NO SE DE DONDE LE SALEN ESAS IDEAS A ELENA. Ella no fue educada de ese modo. Y usted, tampoco, Víctor. Pero el hecho es que el matrimonio la ha cambiado. Sí, no cabe duda. Creí que le iba a dar un ataque a mi marido. Esas ideas no se pueden defender, y menos a la hora de la cena. Mi hija sabe muy bien que su padre necesita comer en paz. Si no, en seguida, le sube la presión. Se lo ha dicho el médico. Y después de todo, este médico sabe lo que dice. Por algo cobra a doscientos pesos la consulta. Yo le ruego que hable con Elena. A mí no me hace caso. Dígale que le soportamos todo. Que no nos importa que desatienda su hogar por aprender francés. Que no nos importan esas medias rojas de payaso. Pero que a la hora de la cena le diga a su padre que una mujer puede vivir con dos hombres para complementarse... Víctor, por su propio bien usted debe sacarle esas ideas de la cabeza a su mujer.
Desde que vio Jules e Jim en un cine-club, Elena tuvo el duende de llevar la batalla a la cena dominical con sus padres – la única reunión obligatoria de la familia -. Al salir del cine, tomamos el MG y nos fuimos a cenar al Coyote Flaco en Coyoacán. Elena se veía, como siempre, muy bella con el suéter negro y la falda de cuero y las medias que no le gustan a su mamá. Además, se había colgado una cadena de oro de la cual pendía un tallado en jadeíta que, según un amigo antropólogo, describe al príncipe Uno Muerte de los mixtecos. Elena, que es siempre tan alegre y despreocupada, se veía, esa noche, intensa: los colores se le habían subido a las mejillas y apenas saludó a los amigos que generalmente hacen tertulia en ese restaurant un tanto gótico. Le pregunté qué deseaba ordenar y no me contestó; en vez, tomó mi puño y me miró fijamente. Yo ordené dos pepitos con ajo mientras Elena agitaba su cabellera rosa pálida y se acariciaba el cuello:
- Víctor, nibelungo, por primera vez me doy cuenta que ustedes tienen razón en ser misóginos y que nosotras nacimos para que nos detesten. Ya no voy a fingir más. He descubierto que la misoginia es la condición del amor. Ya sé que estoy equivocada, pero mientras más necesidades exprese, más me vas a odiar y más me vas a tratar de satisfacer. Víctor, nibelungo, tienes que comprarme un traje de marinero antiguo como el que saca Jeanne Moreau.
Yo le dije que me parecía perfecto, con tal de que lo siguiera esperando todo de mí. Elena me acarició la mano y sonrió.
- Ya sé que no terminas de liberarte, mi amor. Pero ten fe. Cuando acabes de darme todo lo que yo te pida, tú mismo rogarás que otro hombre comparte nuestras vidas. Tú mismo pedirás ser Jules. Tú mismo pedirás que Jim viva con nosotros y soporte el peso. ¿No lo dijo el Güerito? Amémonos los unos a los otros, cómo no.
Pensé que Elena podría tener razón en el futuro; sabía después de cuatro años de matrimonio que al lado suyo todas las reglas morales aprendidas desde la niñez tendían a desvanecerse naturalmente. Eso he amado siempre en ella: su naturalidad. Nunca niega una regla para imponer otra, sino para abrir una especie de puerta, como aquellas de los cuentos infantiles, donde cada hoja ilustrada contiene el anuncio de un jardín, una cueva, un mar a los que se llega por la apertura secreta de la página anterior.
- No quiero tener hijos antes de seis años – dijo una noche, recostada sobre mis piernas, en el salón oscuro de nuestra casa, mientras escuchábamos discos de Cannonball Adderley; y en la misma casa de Coyoacán que hemos decorado con estofados policromos y máscaras coloniales de ojos hipnóticos: Tú nunca vas a misa y nadie dice nada.
- Yo tampoco iré y que digan lo que quieran; y en el altillo que nos sirve de recámara y que en las mañanas claras recibe la luz de los volcanes: - Voy a tomar el café con Alejandro hoy. Es un gran dibujante y se cohibiría si tú estuvieras presente y yo necesito que me explique a solas algunas cosas; y mientras me sigue por los tablones que comunican los pisos inacabados del conjunto de casas que construyo en el Desierto de Leones: - Me voy diez días a viajar en tren por la República; y al tomar un café apresurado en el Tirol a media tarde, mientras mueve los dedos en señal de saludo a los amigos que pasan por la calle Hamburgo: - Gracias por llevarme a conocer el burdel, nibelungo. Me pareció como de tiempos de Toulouse-Lautrec, tan inocente como un cuento de Maupassant. ¿Ya ves? Ahora averigüé que el pecado y la depravación no están allí, sino en otra parte; y después de una exhibición privada de El ángel exterminador: - Víctor, lo moral es todo lo que da la vida y lo inmoral lo que quita la vida, ¿verdad que sí?
Y ahora lo repitió, con un pedazo de sandwich en la boca: - ¿Verdad que tengo razón? Si un ménage à trois nos da vida y alegría y nos hace mejores en nuestras relaciones personales entre tres de lo que éramos en la relación entre dos, ¿verdad que eso es moral?
Asentí mientras comía, escuchando el chisporroteo de la carne que se asaba a lo largo de la alta parrilla. Varios amigos cuidaban de que sus rebanadas estuvieran al punto que deseaban y luego vinieron a sentarse con nosotros y Elena volvió a reír y a ser la de siempre. Tuve la mala idea de recorrer los rostros de nuestros amigos con la mirada e imaginar a cada uno instalado en mi casa, dándole a Elena la porción de sentimiento, estímulo, pasión o inteligencia que yo, agotado en mis límites, fuese
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