La Ceguera
Enviado por conejoalman • 1 de Marzo de 2014 • 4.515 Palabras (19 Páginas) • 199 Visitas
Ensayo sobre la ceguera
Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban,
dos aceleraron antes de que se encendiera la
señal roja. En el indicador del paso de peatones apareció
la silueta del hombre verde. La gente empezó a cruzar
la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa
negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la
cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores, impacientes,
con el pie en el pedal del embrague, mantenían
los coches en tensión, avanzando, retrocediendo,
como caballos nerviosos que vieran la fusta alzada en el
aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero
la luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó
aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene
que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada
por los miles de semáforos existentes en la ciudad
y por los cambios sucesivos de los tres colores de
cada uno, es una de las causas de los atascos de circulación,
o embotellamientos, si queremos utilizar la expresión
común.
Al fin se encendió la señal verde y los coches
arrancaron bruscamente, pero enseguida se advirtió
que no todos habían arrancado. El primero de la fila de
en medio está parado, tendrá un problema mecánico,
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se le habrá soltado el cable del acelerador, o se le agarrotó
la palanca de la caja de velocidades, o una avería
en el sistema hidráulico, un bloqueo de frenos, un fallo
en el circuito eléctrico, a no ser que, simplemente, se
haya quedado sin gasolina, no sería la primera vez que
esto ocurre. El nuevo grupo de peatones que se está
formando en las aceras ve al conductor inmovilizado
braceando tras el parabrisas mientras los de los coches
de atrás tocan frenéticos el claxon. Algunos conductores
han saltado ya a la calzada, dispuestos a empujar al
automóvil averiado hacia donde no moleste. Golpean
impacientemente los cristales cerrados. El hombre que
está dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado,
hacia el otro, se ve que grita algo, por los movimientos
de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos,
así es realmente, como sabremos cuando alguien, al fin,
logre abrir una puerta, Estoy ciego.
Nadie lo diría. A primera vista, los ojos del hombre
parecen sanos, el iris se presenta nítido, luminoso,
la esclerótica blanca, compacta como porcelana. Los
párpados muy abiertos, la piel de la cara crispada, las
cejas, repentinamente revueltas, todo eso, cualquiera
lo puede comprobar, son trastornos de la angustia.
En un movimiento rápido, lo que estaba a la vista desapareció
tras los puños cerrados del hombre, como si
aún quisiera retener en el interior del cerebro la última
imagen recogida, una luz roja, redonda, en un semáforo.
Estoy ciego, estoy ciego, repetía con desesperación
mientras le ayudaban a salir del coche, y las
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lágrimas, al brotar, tornaron más brillantes los ojos que
él decía que estaban muertos. Eso se pasa, ya verá, eso
se pasa enseguida, a veces son nervios, dijo una mujer. El
semáforo había cambiado de color, algunos transeúntes
curiosos se acercaban al grupo, y los conductores, allá
atrás, que no sabían lo que estaba ocurriendo, protestaban
contra lo que creían un accidente de tráfico vulgar,
un faro roto, un guardabarros abollado, nada que
justificara tanta confusión. Llamen a la policía, gritaban,
saquen eso de ahí. El ciego imploraba, Por favor,
que alguien me lleve a casa. La mujer que había hablado
de nervios opinó que deberían llamar a una ambulancia,
llevar a aquel pobre hombre al hospital, pero el
ciego dijo que no, que no quería tanto, sólo quería que
lo acompañaran hasta la puerta de la casa donde vivía,
Está ahí al lado, me harían un gran favor, Y el coche,
preguntó una voz. Otra voz respondió, La llave está
ahí, en su sitio, podemos aparcarlo en la acera. No es
necesario, intervino una tercera voz, yo conduciré el
coche y llevo a este señor a su casa. Se oyeron murmullos
de aprobación. El ciego notó que lo agarraban por
el brazo, Venga, venga conmigo, decía la misma voz.
Lo ayudaron a sentarse en el asiento de al lado del
conductor, le abrocharon el cinturón de seguridad.
No veo, no veo, murmuraba el hombre llorando, Dígame
dónde vive, pidió el otro. Por las ventanillas del
coche acechaban caras voraces, golosas de la novedad.
El ciego alzó las manos ante los ojos, las movió, Nada,
es como si estuviera en medio de una niebla espesa, es
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como si hubiera caído en un mar de leche, Pero la ceguera
no es así, dijo el otro, la ceguera dicen que es
negra, Pues yo lo veo todo blanco, A lo mejor tiene
razón la mujer, será cosa de nervios, los nervios son el
diablo, Yo sé muy bien lo que es esto, una desgracia,
sí, una desgracia, Dígame dónde vive, por favor, al mismo
tiempo se oyó que el motor se ponía en marcha.
Balbuceando, como si la falta de visión hubiera debilitado
su memoria, el ciego dio una dirección, luego
dijo, No sé cómo voy a agradecérselo, y el otro respondió,
Nada, hombre, no tiene importancia, hoy por ti,
mañana por mí, nadie sabe lo que le espera, Tiene razón,
quién me iba a decir a mí, cuando salí esta mañana
de casa, que iba a ocurrirme una desgracia como
ésta. Le sorprendió que continuaran parados, Por qué
no avanzamos, preguntó, El semáforo está en rojo, respondió
el otro, Ah, dijo el ciego, y empezó de nuevo a
llorar. A partir de ahora no sabrá cuándo el semáforo
se pone en rojo.
Tal como había dicho el ciego, su casa estaba
cerca. Pero las aceras estaban todas ocupadas por coches
aparcados, no encontraron sitio para estacionar el
suyo, y se vieron obligados a buscar un espacio en una
de las calles transversales. Allí, la acera era tan estrecha
que la puerta del asiento del lado del conductor quedaba
a poco más de un palmo de la pared, y el ciego,
para no pasar por la angustia de arrastrarse de un asiento
al otro, con la palanca del cambio de velocidades y
el volante dificultando
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