Salud Mental
Enviado por hectorfulio • 1 de Julio de 2014 • 3.463 Palabras (14 Páginas) • 199 Visitas
Salud mental: una pregunta abierta
El título del presente Simposio es por demás de provocativo: “Salud mental: ¿es posible una intervención en nuestra ciudad?”. La forma en que se formula una pregunta puede deslizarnos ya hacia su respuesta. Eso, en definitiva, fue lo que enseñó Sócrates hace dos milenios y medios en la Grecia clásica: la pregunta contiene ya el germen de la respuesta.
La pregunta que da título a este encuentro puede ser la invitación a abrir una crítica, profunda y constructiva, o puede cerrar la discusión. Esto depende de cómo la tomemos. ¿Es posible intervenir en salud mental? Preguntémoslo al revés. Quienes estamos aquí esta mañana hacemos parte del oficio de los trabajadores de la Salud Mental. Es decir: nuestra práctica cotidiana se relaciona justamente con este campo. Preguntémonos mejor: ¿qué estamos haciendo? ¿Sirve nuestra práctica? ¿A quién y de qué manera sirve? ¿Por qué es necesario y pertinente intervenir en el campo de la Salud Mental en un contexto urbano como el de la ciudad de Guatemala?
Así planteada, la pregunta abre varios cuestionamientos. El primero, y sin dudas más importante, es acerca de qué entendemos por Salud Mental. En segundo lugar, pero no menos trascendente, deberíamos ver qué hacemos en torno a ella, qué hacemos cuando intervenimos. Pero desde ya adelantemos que sí, por supuesto que sí, partimos de la convicción que es posible intervenir en ese campo. Posible, y necesario. ¿Qué otra cosa estamos haciendo si no día a día quienes nos movemos en esto?
Si se nos permite, podríamos parafrasear aquello que dijo Jacques Lacan en su Seminario 10, “La angustia”: “La cura viene por añadidura”. Formulación que causó revuelo y llevó a considerar a más de uno que había un cierto desdén por la práctica clínica en la formulación del psicoanalista francés. Por todo lo cual el mismo Lacan aclaró, a la semana siguiente de esa formulación, que eso debía entendérselo en su contexto: para quienes se dedican a la práctica clínica, la intervención terapéutica está en el centro de su actividad, es el centro de su quehacer. Si bien hay que cuidarse de lo que Freud llamó el “furor curandi”, esa manía de creer que todo es diagnosticable y curable (¿decimonónico mito positivista?), la razón de ser de quienes trabajamos en este ámbito, tiene que ver con la salud. Entonces, reformulando la cuestión, deberíamos decir: ¿para qué nuestras intervenciones? ¿Para qué hacemos lo que hacemos como trabajadores de este oficio? Dado que el horizonte de lo terapéutico, o en otros términos: dado que una determinada noción de salud está siempre presente, ¿para qué trabajaríamos si no fuera posible plantearse la salud mental, o la salud en definitiva, como un bien integral?
Todo esto nos lleva, una vez más, a la pregunta de fondo: salud mental, ¿qué entender por eso?
Salud Mental: concepto problemático, intrincado, polémico, porque no es una noción médico-biológica. Ponernos de acuerdo en torno ella implica abrir cuestionamientos sobre la ideología, sobre los poderes. La noción de “normalidad” en este dificultoso y siempre resbaloso campo de la Salud Mental no es un asunto bioquímico, anátomo-fisiológico. Por eso cuesta tanto definir qué hacer y qué no hacer cuando se interviene ahí. Medicar, practicar electroshocks o promover la prevención y grupos de contención no son cuestiones sólo biomédicas. Como no lo son, sólo por tomar algunos ejemplos orientadores sobre los que volveremos, la homosexualidad o la tortura, ámbitos que nos convocan y nos preguntan.
¿Qué es ser un enfermo mental? Esa es otra manera de preguntar por la Salud Mental. Se consideran enfermos a quienes no entran en la norma. Y ahí nacen los problemas: el paradigma para determinar quién entra en esa norma y quién no, es una delicada cuestión ideológica. En la antigüedad clásica griega la homosexualidad era un privilegio, un lujo de los aristócratas varones. No de las mujeres, aunque fueran aristócratas; no de los plebeyos, aunque fueran varones. Hasta hace algunos años era una entidad patológica en las clasificaciones de las Enfermedades Mentales (el CIE, el DSM estadounidense). Hoy día ya no lo son. ¿Son una opción sexual? ¿Sería mejor decir “una tendencia”? ¿O constituyen un pecado?..., pues hay gente que sigue pensando eso. Y si es un pecado, ¿es venial o mortal? Como vemos, no se trata de referentes biomédicos los que lo deciden.
¿Y la tortura? ¿Es normal practicarla? Se la condena por todos lados, pero sabemos que hace parte de las prácticas comunes de las distintas fuerzas armadas en cualquier parte del mundo, y día a día mejora sus técnicas de aplicación. ¡Hasta existe una tecnología militar que enseña cómo resistirla en casos extremos! ¿Hay que ser un enfermo mental, un psicópata perverso para dedicarse a ella, o hace parte del entrenamiento normal de un guerrero contemporáneo?
Sólo por ejemplificarlo con dos casos paradigmáticos –y con ellos abrir el debate– puede verse que las conductas humanas son mucho más complejas que simples respuestas a estímulos. ¿No hay deseo acaso? Todos sabemos que si fumamos podemos contraer cáncer… pero la gente fuma. Y todos sabemos que si se mantienen relaciones sexuales con un desconocido sin protección hay alto riesgo de contraer enfermedades infecto-contagiosas, VIH incluido. De todos modos, 3,000 personas por día contraen este virus a nivel mundial, en muchos casos debido a prácticas sexuales de riesgo. ¿Puede explicar eso algún dispositivo instintivo-biológico? Y así podríamos plantearnos una lista enorme de preguntas/problemas: ¿por qué ser “sexoservidora” no ofende tanto, pero ser “puta” sí? ¿Y qué fuerza “instintiva” decide el racismo? ¿Cómo entender, desde disparadores biológicos, la monogamia oficial de Occidente –que incluye “canitas al aire” extraoficiales– o el harem de la tradición musulmana?
A partir de presupuestos biológicos centrados en el campo de la enfermedad, en el proceso mórbido que rompe una normalidad, una homeostasis, se pudo haber construido toda una edificación diagnóstica que sanciona quién está “sano”, quién está “en equilibrio”, y quién se sale de esa norma. Y ahí tenemos el nacimiento de la psiquiatría clásica. Decir esto no es nada nuevo; ya se ha dicho y criticado en infinidad de oportunidades. Pero nunca está de más recordarlo. Las clasificaciones psiquiátricas se basan en una preconcebida –y nada crítica– idea de normalidad. De ahí que cualquier cosa que se aleje del paradigma propuesto como normal puede ser enfermo.
Idea limitada, sin dudas, que merece ser repensada. ¿Qué clasifican las
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