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Y así como algunas familias traían animales vivos entre sus bártulos —chivatos y corderos


Enviado por   •  7 de Octubre de 2012  •  30.650 Palabras (123 Páginas)  •  446 Visitas

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Y así como algunas familias traían animales vivos entre sus bártulos —chivatos y corderos que hacían aún más penosa la promiscuidad en el buque—, de alguna manera ellos habían logrado embarcar su gran piano de cola. Y en las bamboleantes noches de alta mar, bajo un cielo de crueles estrellas oxidadas, Elidia del Rosario, su desmejorada mujer, había tenido el valor de entretener a ese oscuro rebaño de gente apiñada en las tablas de cubierta tocando a Chopin. Y hasta se había dado ánimos, en la última noche de navegación, para declamar algunas rimas de Gustavo Adolfo Bécquer, su «poeta del alma» como lo llamaba ella. Y todo aquello pese a que su Elidia, asustadiza como era, iba con los nervios destrozados por el temor a un naufragio. Durante toda la travesía no había dejado de pensar en lo ocurrido pocos años antes, cuando un vapor en donde viajaba un enganche salitrero de quinientas personas se había hundido frente a las costas de Coquimbo. Lo más triste del suceso era que toda esa gente metida en las bodegas del barco no había sido registrada en la bitácora y sus muertes fueron desmentidas rotundamente por las autoridades, pero algunos de los tripulantes que lograron sobrevivir al naufragio lo contaban en secreto en los tugurios del puerto. Además, su abuela materna podía dar testimonio fidedigno del hecho, pues ella misma había ido a despedir a un hermano enganchado a la pampa y que desapareció tragado por el mar.

Traspuesto en su sillón peluquero, con la puerta del taller abierta de par en par a la incandescencia tibia de las dos de la tarde, el barbero Sixto Pastor Alzamora —rostro sanguíneo y largos bigotes retorcidos— se removió pesadamente en su sillón de cuero de chancho y volvió a sumergirse en los médanos de su siesta salitrera. En el letargo de su entresueño no sabía bien si estaba soñando o evocando esas imágenes brumosas en las que se veía llegando a las costas del norte, a comienzos de 1907, hacinado en la cubierta del vapor «Blanca Elena», junto a un enganche salitrero de ciento cuarenta y nueve trabajadores, todos con sus familias a cuestas. Él se había embarcado en Coquimbo con su mujer enferma de tuberculosis y su hija de siete años. Y en aquella penosa travesía marítima, al final, luego de haber hecho todo el trayecto presa del temor a morir ahogada, su pobrecita mujer había muerto del corazón cuando ya, por entre los jirones de la niebla, se divisaban los cerros ferruginosos de Antofagasta. Unas horas antes, en uno de sus flébiles arranques de sentimentalismo, Elidia del Rosario le había hecho jurar por La Virgen de Andacollo que si algo le llegaba a suceder a ella, él, además de cuidar y querer siempre a su pequeña, nunca dejaría de alentar su afición al piano. «Algún día llegará a ser una gran concertista», le dijo. Él siempre se preguntaba qué habría hecho su lírica esposa de haber presenciado el percance de aquella mañana en la que su querido piano, mal estivado en un lanchón de desembarque, se hundió en las aguas de la fragorosa bahía de Antofagasta.

A Elidia del Rosario la había conocido en el pueblo de Canela Alta, al interior de Ovalle, y se amaron a primera vista. Ella tocaba el piano en la escuela y él era un escuálido aprendiz de barbero en el único taller de peluquería del pueblo; un jovenzuelo intolerante que mientras barría los manojos de pelo se enfrascaba en fervorosas discusiones con los parroquianos más avisados del lugar, discusiones que siempre versaban sobre asuntos de justicia e injusticia social y los hereditarios abusos patronales. Se habían casado en contra de la voluntad de los padres de Elidia, que no aceptaban a un «comepelo» como pretendiente de su hija. Su animadversión no era tanto por la humildad de su oficio como por la fama de anarquista que se había ganado en el pueblo. «Los barberos son todos unos tozudos y renegados de Dios», le había prevenido el padre de Elidia. «Peor todavía si son ácratas». Al final habían terminado casándose a escondidas un soleado lunes 4 de julio, justo cuando ella cumplía veintiún años de edad. Él era un año mayor: «Fueron diecisiete años de vacas flacas, pero felices», le solía decir a su hija con los ojos brillantes de nostalgia cuando en las tardes de viento, sentada al piano, Golondrina le pedía que le conversara de su madre.

Por su congénita delicadeza de salud, se habían demorado diez años en concebir un hijo. Y no habían engendrado más, pues ella había estado a punto de morir en el alumbramiento. Amante de la poesía, había sido por voluntad suya que bautizaron con ese nombre a la niña, en homenaje a un alado poema de Bécquer que ella solía recitar en sus tardes de melancolía. Desde los primeros días de vida de la pequeña, Elidia del Rosario la hacía dormir cada noche recitándole versos espigados del espeso volumen de Las más bellas poesías para recitar. Y cuando la niña, hermosa como un botón de rosa, daba recién sus primeros gateos por la casa, ya ella le permitía —y alentaba con risas mojadas en lágrimas— empinarse y jugar con las ochenta y ocho teclas del piano. Para que su pequeña Golondrina, decía, fuera descubriendo no sólo la tonalidad y el colorido de cada una de las notas musicales, sino también la inconmensurable presencia de tata Dios en los más sutiles vericuetos de la música.

Entumecido por la modorra de la siesta, el barbero se acomodó en su sillón, atusó sus mostachos y afirmó bien la novela de Juanito Zolá en las rodillas. En la sala de música, al otro lado del pasillo, mientras esperaba a que llegaran sus primeras alumnas de declamación, su hija Golondrina del Rosario había comenzado a hacer ejercicios de piano, y la languidez de la música parecía sincronizar a la perfección las espesas ráfagas de evocaciones nostálgicas, esas imágenes imborrables de los cortos años vividos con su mujer. Cómo la había querido, cómo había sentido todo el desamparo del mundo apozado en su corazón después de darle sepultura en una tumba de tierra del cementerio de Antofagasta. Parecía que la dureza del paisaje desértico le volvía más hiriente la pena. Tras un par de semanas de llorarla inconsolable en una pieza de pensión en el barrio del puerto, una mañana de lunes internó a su hija en un colegio de monjas, preparó sus instrumentos de trabajo y subió a ejercer su oficio a las salitreras. Con sus bigotes de columpio, su sombrero de pita y su inconfundible maletín marrón, primero montado a caballo y luego en una carretela tirada por mulas, comenzó a recorrer las pampas del Cantón Central. En los comienzos se instalaba en cualquier parte más o menos concurrida de los campamentos: en una esquina del biógrafo, a las puertas de la pulpería, o frente a la entrada de alguna fonda de obreros. Se conseguía unas planchas de calamina para protegerse de la inclemencia del sol, pedía prestada

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