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Cuento De Juan Darien


Enviado por   •  17 de Septiembre de 2013  •  3.885 Palabras (16 Páginas)  •  589 Visitas

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Horacio Quiroga

Juan Darién

Aquí se cuenta la historia de un tigre que se crió y educó entre los hombres, y que

se llamaba Juan Darién. Asistió cuatro años a la escuela vestido de pantalón y

camisa, y dio sus lecciones correctamente, aunque era un tigre de las selvas; pero

esto se debe a que su figura era de hombre, conforme se narra en las siguientes

líneas.

Una vez, a principio de otoño, la viruela visitó un pueblo de un país lejano y mató

a muchas personas. Los hermanos perdieron a sus hermanitas, y las criaturas que

comenzaban a caminar quedaron sin padre ni madre. Las madres perdieron a su

vez a sus hijos, y una pobre mujer joven y viuda llevó ella misma a enterrar a su

hijito, lo único que tenía en este mundo . Cuando volvió a su casa, se quedó

sentada pensando en su chiquillo. Y murmuraba:

—Dios debía haber tenido más compasión de mí, y me ha llevado a mi hijo. En el

cielo podrá haber ángeles, pero mi hijo no los conoce. Y a quien él conoce bien es a

mí, ¡pobre hijo mío!

Y miraba a lo lejos, pues estaba sentada en el fondo de su casa, frente a un

portoncito donde se veía la selva.

Ahora bien; en la selva había muchos animales feroces que rugían al caer la noche

y al amanecer. Y la pobre mujer, que continuaba sentada, alcanzó a ver en la

oscuridad una cosa chiquita y vacilante que entraba por la puerta, como un gatito

que apenas tuviera fuerzas para caminar. La mujer se agachó y levantó en las

manos un tigrecito de pocos días, pues aún tenía los ojos cerrados. Y cuando el

mísero cachorro sintió contacto de las manos, runruneó de contento, porque ya no

estaba solo. La madre tuvo largo rato suspendido en el aire aquel pequeño

enemigo de los hombres, a aquella fiera indefensa que tan fácil le hubiera sido

exterminar. Pero quedó pensativa ante el desvalido cachorro que venía quién sabe

de dónde y cuya madre con seguridad había muerto. Sin pensar bien en lo que

hacía llevó al cachorrito a su seno y lo rodeó con sus grandes manos. Y el tigrecito,

al sentir el calor del pecho, buscó postura cómoda, runruneó tranquilo y se durmió

con la garganta adherida al seno maternal.

La mujer, pensativa siempre, entró en la casa. Y en el resto de la noche, al oír los

gemidos de hambre del cachorrito, y al ver cómo buscaba su seno con los ojos

cerrados, sintió en su corazón herido que, ante la suprema ley del Universo, una

vida equivale a otra vida...

Y dio de mamar al tigrecito.

El cachorro estaba salvado, y la madre había hallado un inmenso consuelo. Tan

grande su consuelo, que vio con terror el momento en que aquél le sería

arrebatado, porque si se llegaba a saber en el pueblo que ella amamantaba a un ser

salvaje, matarían con seguridad a la pequeña fiera. ¿Qué hacer? El cachorro, suave

y cariñoso—pues jugaba con ella sobre su pecho era ahora su propio hijo.

En estas circunstancias, un hombre que una noche de lluvia pasaba corriendo ante

la casa de la mujer oyó un gemido áspero—el ronco gemido de las fieras que, aún

recién nacidas, sobresaltan al ser humano—. El hombre se detuvo bruscamente, y

mientras buscaba a tientas el revólver, golpeó la puerta. La madre, que había oído

los pasos, corrió loca de angustia a ocultar el tigrecito en el jardín. Pero su buena

suerte quiso que al abrir la puerta del fondo se hallara ante una mansa, vieja y

sabia serpiente que le cerraba el paso. La desgraciada mujer iba a gritar de terror,

cuando la serpiente habló así:

—Nada temas, mujer—le dijo—. Tu corazón de madre te ha permitido salvar una

vida del Universo, donde todas las vidas tienen el mismo valor. Pero los hombres

no te comprenderán, y querrán matar a tu nuevo hijo. Nada temas, ve tranquila.

Desde este momento tu hijo tiene forma humana; nunca lo reconocerán. Forma su

corazón, enséñale a ser bueno como tú, y él no sabrá jamás que no es hombre. A

menos... a menos que una madre de entre los hombres lo acuse; a menos que una

madre no le exija que devuelva con su sangre lo que tú has dado por él, tu hijo será

siempre digno de ti . Ve tranquila, madre, y apresúrate, que el hombre va a echar

la puerta abajo.

Y la madre creyó a la serpiente, porque en todas las religiones de los hombres la

serpiente conoce el misterio de las vidas que pueblan los mundos. Fue, pues,

corriendo a abrir la puerta, y el hombre, furioso, entró con el revólver en la mano y

buscó por todas partes sin hallar nada. Cuando salió, la mujer abrió, temblando, el

rebozo bajo el cual ocultaba al tigrecito sobre su seno, y en su lugar vio a un niño

que dormía tranquilo. Traspasada de dicha, lloró largo rato en silencio sobre su

salvaje hijo hecho hombre; lágrimas de gratitud que doce años más tarde ese

mismo hijo debía pagar con sangre sobre su tumba.

Pasó el tiempo. El nuevo niño necesitaba un nombre: se le puso Juan Darién.

Necesitaba alimentos, ropa, calzado: se le dotó de todo, para lo cual la madre

trabajaba día y noche. Ella era aún muy joven, y podría haberse vuelto a casar, si

hubiera querido; pero le bastaba el amor entrañable de su hijo, amor que ella

devolvía con todo su corazón.

Juan Darién era, efectivamente, digno de ser querido: noble, bueno y generoso

como nadie. Por su madre, en particular, tenía una veneración profunda. No

mentía jamás. ¿Acaso por ser un ser salvaje en el fondo de su naturaleza? Es

posible; pues no se sabe aún qué influencia puede tener en un animal recién nacido

la pureza de un alma bebida con la leche en el seno de una santa mujer.

Tal era Juan Darién. E iba a la escuela con los chicos de su edad, los que se

burlaban a menudo de él, a causa de su pelo áspero y su timidez. Juan Darién no

era muy inteligente; pero compensaba esto con su gran amor al estudio.

Así las cosas, cuando la criatura iba a cumplir diez años, su madre murió. Juan

Darién sufrió lo que no es decible, hasta que el tiempo apaciguó su pena. Pero fue

en adelante un muchacho triste, que sólo deseaba instruirse.

Algo debemos confesar ahora: a Juan Darién no se le amaba en el pueblo. La gente

de los pueblos encerrados en la selva no gustan de los muchachos demasiado

generosos y que estudian con toda el alma. Era, además, el primer alumno

...

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