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El Fusilado, Jose Vasconcelos


Enviado por   •  4 de Diciembre de 2012  •  2.294 Palabras (10 Páginas)  •  739 Visitas

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El fusilado

Jose Vasconcelos

¡Cuánto tiempo llevábamos a caballo! ¡Al principio éramos un ejército; ahora sumábamos unos cuantos! Quiénes habían muerto en los combates; otros quedaron prisioneros o dispersos, y los más, en seguida de los descalabros, desertaron al abrigo de la noche, abandonando equipo, armas y uniforme, para confundirse con los pacíficos…

Bajábamos la sierra; en la mañana clara, el temblor del ambiente suscitaba deseos de cantar. El camino seguía un estrecho cañón a la mitad del imponente acantilado. Del fondo subía el rumor de una corriente deshecha en espuma entre peñascos. Por la falda de los montes subían los follajes, anegándonos de frescura, embriagándonos con el aroma intenso de las retamas… El corte sube y baja, y las bestias avanzan resoplando; por fin alcanzamos la altura; el camino se ensancha, se aparta de la cañada, y el cielo se abre inmenso, luminoso. A poco andar nos internamos en un bosque. Cuesta trabajo adelantar, porque las ramas se entrecruzan; pero, en los claros, ¡qué hermosa es la luz!, ¡qué grata la frondosidad de los árboles y cómo tonifica el olor de las resinas! Se siente bello el vivir.

Súbitamente resuena un grito humano; casi simultáneamente, una descarga de fusilería; los caballos se encabritan, instantáneamente se propaga la confusión. No podemos ver a distancia, pero escuchamos tiros y voces extrañas, alguien exige imperioso la rendición: oímos súplicas patéticas: “No tire”. “No me mate”. Queremos embestir y nos cierra el paso un grupo enemigo… Recuerdo las bocas oscuras de las pistolas apuntadas a quemarropa. Nos entregamos; se nos desarma y, después de breve deliberación, se reanuda la marcha… Los vencidos, por delante. Avanzábamos atontados, incapaces todavía de reflexión; únicamente recuerdo que yo repetía mentalmente: emboscada, emboscada, palabra que viene de bosque; así es una emboscada.

Al principio no queríamos resignarnos; secretamente nos aferrábamos a la ilusión de que sobrevendría algo imprevisto o de que, haciendo un esfuerzo, toda la horrible y sencilla ocasión se desvanecería como un mal sueño; pero un dolor físico, clavado fuertemente en el corazón, nos obligaba a confesar nuestra desgracia; de adentro de nuestras conciencias salía una nube gris que empañaba la luz del sol y la hermosura del campo. De sobra conocíamos la práctica brutal de ejecutar a los prisioneros; la reserva de nuestros capturadores era suficiente aviso… Mientras duraba la marcha, mi imaginación estuvo trabajando con rapidez y profundidad que no me había conocido antes. Íbamos a ser víctimas de una repugnante injusticia, y, sin embargo, no me preocupaba el momento próximo, sino la totalidad de mi vida anterior. Los hombres me parecían irresponsables, y todos los sucesos un tejido absurdo y cruel donde lo único natural e inevitable es morir. Largo sería contar lo que pensé. Al caer la tarde, las sombras de aquel último crepúsculo se me metían en el pecho, sentí frío y desaliento… De no contenerme la voluntad, me habría puesto a llorar y suplicar por mi vida, según vi hacerlo a algunos prisioneros nuestros, que supusieron éramos también unos desalmados. No me resignaba a morir; pensaba en el desamparo de los míos y en tantas cosas que tenía proyectadas… El botín que me arrebataban; aquella hermosa, mi compañera de los días felices, ¡qué importaba!, ya la sentía yo, un poco atrás de mí, llena de aplomo, conversando con el capitán enemigo; pronto se las arreglaría la perra para salvarse; volvería al fausto de las ciudades, a despertar la codicia en todos los ojos… De todas maneras, tarde o temprano, así había de ser, el valiente las toma y las deja sin reproche. Pero la otra, la que me lloraría, y los pequeños huérfanos…, huérfanos, ¡horrible palabra!, ¡y peor aún el gesto de piedad que la acompaña! Y me sacudió esta idea: “Si yo mostraba abatimiento, eso dejaría una huella de debilidad en el alma de mis hijos; en cambio, si me mantenía firme, si los entregaba, confiado en Dios, único repartidor de fortunas y penas, entonces ellos también adquirirían un temple altivo. La muerte de su padre no sería una escena lacrimosa: iba yo a legarles un molde altanero donde podrían ensayar sus almas…” ¡Y me erguí en los estribos! Frecuentemente me había ocurrido salir de las situaciones apuradas imaginando una actitud de audacia –cuando sufrimos un gran bochorno anhelamos correr, arrogantemente, a galope de caballo–; así las penas y situaciones dolorosas se alivian al instante si nos las representamos en panorama, si mentalmente las incorporamos a la estatuaria… Inmediatamente me entristeció pensar en lo bueno que hubiera sido dejar escrita aquella teoría; pero, reflexionando me dije que tal aflicción mía no era sino un pretexto para rehusar la muerte, pues ni aquella teoría ni la más original de las teorías se pierden porque un hombre muera; otros la pensarán tarde o temprano, y todas ellas existen independientemente del azar de que alguien las descubra o se dedique a escribirlas. Otra bella teoría perdida, pero perdida para mi gloria personal, no para la riqueza del mundo. Meditando así, me puse risueño, pero sin ironía; siempre desdeñé a los ironistas.

Una gran luna amarillenta se había levantado por el cielo crepuscular y ahora iluminaba el campo. A distancia comenzó a divisarse un caserío… El jefe mandó hacer alto, cruzó algunas palabras con sus inferiores y en seguida nos dividieron en dos grupos. Seis más y yo, que era el jefe vencido, recibimos orden de permanecer allí. Todos comprendimos; se sintió pasar un escalofrío general, que a nosotros se nos disolvió en el cuerpo y nos entumeció los miembros. Los demás comenzaron a desfilar; yo me mostraba indiferente, a fin de dar consuelo a los compañeros, que se despedían cabizbajos. Sin embargo, no me atrevía a buscar la mirada de mi amiga; con esa rápida penetración que se posee en los últimos instantes, me la representé ganándose amores nuevos. Se fue con su mirada dura de los últimos días, la que le observé desde que se inició el fracaso; pero no obtuvo la satisfacción cruel de compadecerme. ¡Recuerdo su silueta voluptuosa, bañada de luna!… Largo rato la miré y, al recordar a la esclava de sólo unas semanas antes, me llené de rabia y la injurié bellacamente; pero como ella iba ya a distancia en que no podía escucharme, y nadie la quería en la tropa, todos soltaron la risa, yo, contagiado, me reí también y recobré la calma.

No me quedaba odio en el pecho; nadie lo tiene cuando va a morir; todo lo contrario, la conciencia rebosa energía. Cierto que los miembros flaquean por miedo del dolor físico, pero el ánimo se pone alerta. La vida entera, rápidamente recordada, parece un incidente de un camino muy largo. Comienza a borrarse

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