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El campesino afortunado. Autor: Giovanni Boccaccio


Enviado por   •  17 de Junio de 2015  •  Informe  •  2.612 Palabras (11 Páginas)  •  500 Visitas

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El campesino afortunado

Autor: Giovanni Boccaccio

Existe en nuestro país un monasterio de mujeres, célebre un tiempo por su santidad. No ha mucho tiempo que la comunidad se componía de ocho monjas, a más de la madre abadesa, teniendo en aquel entonces un huerto en extremo lindo y un hortelano excelente. Se le antojó un día al citado jardinero abandonar a las monjas, bajo pretexto de que el sueldo que se le daba era mezquino. Así, pues, dirígese en busca del intendente, pídele que se le arregle su cuenta y regresa al pueblo de Lamporecchio, su patria. A su llegada, todos los campesinos vecinos suyos fueron a verle, y, entre otros, un joven chusco, llamado Masetto, muy robusto y bastante buen mozo para un hombre del campo, el cual le preguntó dónde había estado tanto tiempo que faltaba del lugar. Nuto (éste era el nombre del viejo hortelano) le contestó que siempre había vivido en un convento de monjas.

—¿Y en qué os ocupaban?— preguntó Masetto.

—En cultivar un grande y magnífico huerto de su propiedad; en acarrear leña para la casa, que debía ir a cortar al bosque; en sacar agua, y en otros trabajos parecidos; pero aquellas señoras me daban tan corto salario, que apenas me bastaba para zapatos. Lo peor de todo es que son jóvenes y turbulentas como ellas solas: nunca hace uno nada a su gusto. Más de veinte veces creía perder la cabeza, tanto eran los encargos que me hacían a un tiempo: “Pon esto en aquel sitio”, me decía la una, al aparecer por el jardín. “No; colócalo allá”, replicaba la otra. Venía otra, y me quitaba el azadón de las manos, diciéndome: “Esto no va bien”. En una palabra, me hacían incomodar de tal manera, que, impacientado, dejaba a veces la tarea y abandonaba el huerto. Cansado de todo esto, y, por otra parte, mal pagado por mi trabajo, no he querido servirlas más. Su intendente me ha hecho prometer que les mandaría a otro en mi lugar; mas la prebenda es muy mala para que yo me atreva a proponérsela a nadie.

Las últimas palabras del bueno de Ñuto hicieron entrar en ganas a Masetto de ir a ofrecer sus servicios a aquellas monjas. El dinero no le importaba gran cosa; otra miras eran las suyas, y no dudaba que llegaría a alcanzar lo que se proponía. Aunque tenía grandes deseos de estar ya allí, creyó deber ocultar su designio a Ñuto; por lo tanto, contestó que había hecho perfectamente en abandonar el convento.

—Las mujeres son muy pesadas —añadió—. ¿Qué hombre es capaz de aguantarlas por mucho tiempo? Valdría tanto vivir entre diablos que entre monjas; es mucho conceder si, de siete veces, una sola vez saben ellas lo que piden.

Apenas salió de casa del vecino, cuando comenzó a ocuparse de poner en práctica su proyecto. Lo que menos le inquietaba era el trabajo, puesto que sentía con fuerzas para desempeñarlo, y en cuanto al salario, tampoco le importaba su modicidad. El único temor que le preocupaba, pues, era no ser admitido a causa de su corta edad; mas, a fuerza de reflexionar, encontró un medio que le salió a pedir de boca. “El convento —dijo para sí— está lejos de aquí; nadie me conoce; tratemos de fingirnos mudo; estoy seguro que me admitirán, si sé desempeñar bien mi papel.” Vedle ahí, que se echa un azadón y un destral sobre sus hombros y toma el camino del convento. Penetra en el patio, donde, por fortuna suya, encuentra al hombre de negocios de las monjas. Encárase con él y le ruega, por medio de los signos empleados por los mudos, que le dé de comer, por amor de Dios, indicándole que si tenía necesidad de cortar leña, o de alguna otra cosa, su deseo era ocuparse. El intendente le dio, con mucho gusto, de comer, y luego, para ver lo que sabía hacer, le enseñó unos troncos gruesos, que Ñuto no había podido partir. En pocos momentos, Masetto los destrozó. El intendente, encantado de su robustez y destreza, le condujo en seguida al bosque, a cortar leña, dándole a entender, siempre por medio de signos, que cargara el asno que iba con ellos y lo guiase al convento. Masetto ejecutó sus órdenes al pie de la letra.

Satisfecho aquél de su inteligencia, y teniendo trabajo que darle, le retuvo algunos días, durante los cuales la abadesa preguntó quién era.

—Es un pobre hombre —dijo el intendente—, sordomudo, que llegó el otro día a las puertas del convento y me pidió limosna y trabajo, y que he ocupado en varias cosas útiles a la casa, que ha desempeñado perfectamente. Opino que, si sabe labrar y cultivar la tierra, y quiere quedarse, haréis muy bien en contratarle de hortelano. Podría desempeñar muchas faenas, ya que es robusto, vigoroso y tiene buena voluntad para el trabajo. Haríamos de él cuanto quisiéramos, sin contar que no habría que temer charlara con las religiosas.

—Vuestras reflexiones son muy prudentes —contestó la madre abadesa—; ved si sabe trabajar la tierra, y tratad de contratarle. Comenzad por darle unos zapatos viejos y algún capote, también usado; que coma hasta la saciedad, y amansadlo lo mejor que podáis.

—Quedaréis satisfecha de él señora; contad conmigo para llenar vuestros deseos.

Masetto, que se mantenía a corta distancia de ellos,

haciendo como que barría el patio, oyó perfectamente esta conversación, y, muy contento decía para sí: “Si me contratáis, señora, trabajaré tan bien vuestro huerto, que dudo lo haya hecho ningún otro mejor.”

El intendente le llevó al huerto, quedando tan contento de su trabajo presente como lo estaba del anterior; por lo tanto, le preguntó si quería contratarse y permanecer en el convento. Masetto le contestó, siempre por medio de signos, que haría cuanto él quisiera. Desde aquel momento, pues, quedó al servicio de las monjas. El intendente le prescribió lo que debía hacer, y le dejó solo en el huerto.

No tardó en llegar a oídos de las religiosas la noticia del contrato del nuevo hortelano. A menudo iban a verle trabajar, y se complacían en hacerle mil preguntas extravagantes, como suelen hacerse a los mudos; conteniéndose tanto menos, cuanto que estaban muy lejos de sospechar que pudiese oírlas. A la abadesa, creyendo que era tan poco temible del nervio viril como de la lengua, no le preocupaba la conducta de las monjas: Masetto sabía desempeñar demasiado bien su papel para no pasar por un tonto rematado a los ojos de las religiosas, esperando poder desengañar a alguna de su error, cuando la ocasión se presentase; la cual no tardó en suceder. Un día, que, estando rendido de fatiga, se había echado sobre la hierba para reposar, dos jóvenes monjas, que se paseaban junto a él, se detuvieron a contemplarle; el muy taimado bien las vio, pero se hizo el dormido. Las dos pollitas se le comían con los ojos.

—Si yo fiara en tu discreción —dijo la más atrevida a su compañera—,

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