El niño que enloqueció
Enviado por piliitha • 5 de Agosto de 2012 • Tutorial • 18.230 Palabras (73 Páginas) • 306 Visitas
OBRAS DEL AUTOR
Del Natural.— Cuentos y novelas cortas, 1907.
Mercaderes en el Templo.— Drama en cuatro actos, 1910.
Por el decoro.— Comedia en un acto, 1913.
Lo que niega la vida.— Comedia en tres actos, 1914.
El niño que enloqueció de amor— Novelas cortas y cuentos, 1915.
El niño que enloqueció de amor
¡Pobre feo!
Papá y mamá
Por Eduardo Barrios
Segunda edición ilus¬trada por Jorge Délano
Impresa por Heraclio Fernández
Santiago de Chile
MCMXV
El niño que enloqueció
de amor
Eduardo Barrios
¿Habéis oído cantar un pájaro en la no¬che?
Suele ocurrir que un rayo de luna, un ra¬yo levemente dorado, derramándose, derra¬mándole por entre el misterio del follaje, al¬canza la rama donde se acurruca el avecita dormida, y la despierta. No es el alba, como imagina el ave. Pero... ella canta.
Luego, si el avecilla es lo que se llama un equilibrado y fuerte pajarito, descubre su engaño, hunde otra vez el pico en la tibieza de las plumas y se vuelve a dormir.
No obstante, avecitas hay, inquietas y frágiles, para quienes el rayo de luna tiene un poder de sortilegio. Y tras de cantar, sal¬tan aturdidas y vuelan... Sólo que, como no es el día el que llegó, se pierden pronto en la obscuridad, o se ahogan en un lago ilumi¬nado por el pálido rayo de oro, o se rompen el pecho contra las espinas del mismo rosal florido que, horas después, pudo escuchar¬les sus mejores trinos y encender sus más delirantes alegrías.
¿Cuál es el rayo venenoso que despierta algunas almas en la noche, les roba el ama¬necer y las ahoga en una existencia de tinieblas?
Voy a revelaros el secreto de un niño que enloqueció de amor.
Fuera de mí, nadie —ni su madre, hoy convertida en su esclava— poseyó nunca el secreto de la locura de ese niño. No os conta¬ré todavía cómo cayó en mis manos este cua¬derno doloroso e ingenuo. Os diré tan sólo que ahora lo publico porque ello no puede ya herir a nadie. Respeté muchos años el se¬creto de aquel niño, de aquel pájaro que cantó en la noche y no tuvo mañana. Me lo entregó la casualidad, y lo he guardado res¬petuoso, con el respeto que merece un niño sentimental y entristecido, una víctima del rayo venenoso que ilumina los corazones an¬tes de tiempo y los lanza en ese vórtice lla¬meante y obscuro, dulce y terrible del Amor.
Hoy ha comido aquí otra vez don Carlos Romeral. Es el hombre más inteligente que conozco. Como que cuando él habla, todos le escuchan y le encuentran razón. Yo, sobre todo, le encuentro razón siempre. Dice cosas que uno siente. No se habrá fijado uno mu¬cho en esas cosas, pero las ha sentido y son la pura verdad. Esta noche me ha dicho que a la oración, junto con las golondrinas, pa¬san volando las campanadas de la iglesia. Y es cierto, pasan volando. Después me ha di¬cho: «Eso quiere decir que los niños, como las golondrinas, deben prepararse a esa ho¬ra para dormir»... lo cual ya no me parece nada. ¡Si él supiese—digo yo—cuánto me cuesta dormir a mí!
También habló en la mesa de un diario que él lleva de su vida. Después de comer, me ha hecho muchos cariños y yo le he pre¬guntado qué era eso del diario. «Un cuaderno—me ha explicado—en donde algunas personas escriben todos los días lo que les pasa, porque a veces no se pueden conver¬sar con nadie ciertas cosas.» Yo le dije que era cierto y que precisamente esas cosas eran las más importantes, las que más se deseaban hablar y que no se podían sin em¬bargo, como él decía, conversar con nadie. Él me ha mirado entonces mucho rato, pensativo, y me ha hecho muchas preguntas de esas que ponen nervioso. Me entró una ver¬güenza... Y casi se me saltan las lágrimas, como si hubiera hecho algo malo, y me fui.
Cuando pasó un rato, lo estuve mirando desde el corredor. Estaba en la misma pos¬tura, solo en la salita, muy pensativo y fu¬mando...
Me quiere mucho, más que mi mamá, se me ocurre a mí. Viene pocas veces, pero yo pienso todos los días en él. Lo quiero mucho, pero mucho. Y desde ahora voy a llevar co¬mo él un diario en este cuaderno, bien es¬condido bajo la alfombra, para decir todo lo de Angélica...
Ha venido Angélica esta tarde y he vuelto a perder tontamente más de media hora de estar con ella. ¡Que siempre me pase lo mis¬mo!... Tanto como deseo verla, y oírla, y to¬carla, y sentirla bien cerquita de mí, y lue¬go pierdo así el tiempo... ¡Me da más rabia!... ¿Por qué seré tan nervioso? Pero en cuanto sé que ha llegado de visita, me confundo todo. ¡Qué voy a hacer! Me lo dicen, y siento como si me dieran un golpazo en el pecho, y se me sube primero toda la sangre a la cara, y después se me aflojan las piernas y me enfrío todo entero, y me pongo a tiritar y, en lugar de correr a verla, me voy al fondo de la casa, corriendo, sin poderme contener. ¿A qué me voy?, eso digo yo. Me voy a espe¬rar... no sé a qué. Y es que me da miedo y no me atrevo a ir. Se me ocurre que, yendo así, de repente, me lo van a conocer... o que me va a dar algo. Y me la paso dando rodeos, hasta que poco a poco me voy acercando, acercando, y con un miedo... Me cuesta muchísimo llegar al salón, así, como por casua¬lidad. Y es, también, que como ella me quie¬re tanto, en cuanto me ve me llama y me be¬sa y me abraza. Si sólo me besara, no sería nada, no me haría tanta impresión, pero me ha de abrazar, y eso sí que no lo puedo su¬frir. No sé, no está en mí: todo es que la sienta apretada contra mí, y ya me entra una desesperación muy grande. Me ahogo, me dan ganas de llorar a gritos. Yo la apre¬taría, ¡claro!, con todas mis fuerzas, y le di¬ría todo lo
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