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HEREDE UN FANTASMA


Enviado por   •  4 de Mayo de 2015  •  1.420 Palabras (6 Páginas)  •  391 Visitas

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Allí permanecí por varios meses. Goethe me

aconsejó guardar silencio. Se decía que el

marqués se había enfurecido de tal modo, que

había jurado dar la más horrible de las muertes

al hombre que había osado posar los ojos sobre

su esposa. Durante el primer tiempo, gracias a

la mediación de Goethe, aún pudimos intercambiar algunas esquelas. Pero debieron

interrumpirse bruscamente.

El terrible y despechado marido había

encerrado a su mujer en un convento. Pero yo

de esto nada supe. Le insistí a mi amigo para

que continuara enviando las cartas a mi amada.

Pero él me aseguró que no lograba encontrarla

por ningún lado, que no había huellas de ella

por ningún sitio. No solo había dejado de ir a

las reuniones literarias; tampoco iba a lo de la

modista, ni siquiera concurría a la misma

iglesia.

No necesito explicarle, buen hombre, la

magnitud de mi desdicha, ni contarle que caí en

una profunda melancolía, que no me permitía

hacer nada, yacía tirado en lacama,

maldiciendo el nombre del marqués y evocando

la belleza de mi amada perdida para siempre.

Pero fue entonces cuando Goethe me salvó por

primera vez: de mí mismo. Con el ímpetu de un

convencido, me sacó de esas sábanas

impregnadas de dolor y abandono.

Con excusas, me pidió ayuda para hacer unas

traducciones. Argumentó que él estaba muy

ocupado con las responsabilidades de sus

funciones públicas, y me dijo que, ya que me

quedaba en su casa, debería hacer algún trabajo.

Fue así como renací.

Por otra parte, me aseguró que averiguaría el

paradero de María Antonieta.

Fue durante esos días que escribí enorme

cantidad de páginas; traduje del griego al

alemán Die Natur, un trabajo dificilísimo y bello.

También el Lexikon, varios comentarios del latín

y obras de Sófocles.

Recuperado el ánimo de vivir, rogué a Goethe

que enviara otra nota a mi amada. Mi amigo

insistió en que era una locura, un riesgo

innecesario, ya que María Antonieta se había

esfumado y nada hacía pensar que pudiese estar

oculta en el palacio Branconi.

Sin embargo, fue tanta mi insistencia que

finalmente accedió.

No sé cómo el marqués encontró la carta, ni

cómo supo de mi refugio. Solamente recuerdo el

golpe terrible en la puerta de la casa, la voz

enloquecida

pidiendo

explicaciones

y,

finalmente, al gran poeta negando mi presencia.

El hombre debió estar realmente cegado por el

odio, pues no hizo el menor caso a las

investiduras de Goethe ni a su posiciónpolítica.

Simplemente, subió hasta las habitaciones como

un torbellino, amenazando con su arma a quien

se le cruzara, y sin darme tiempo para otra cosa

que recoger el pequeño frasco con arsénico.

Durante mis días de locura y profunda tristeza,

había comprado el líquido letal en una droguería de los suburbios. Escondí rápidamente el

frasco

entre mis ropas y me dejé arrastrar hacia la

montura por el furioso marido traicionado.

Cabalgamos unas cuantas horas, saliéndonos

del camino. Ibamos por el medio de un bosque.

£1 caballo avanzaba con lentitud, porque se

hundía profundamente en la nieve.

£1 marqués repetía que me tenía reservada la

peor de las muertes, y soltaba largas carcajadas

hiriendo el silencio con la voz de un loco. £se

viaje duró una eternidad. De repente se detuvo

junto a un tronco hueco, me amordazó y me

ató las manos con una soga muy gruesa.

Con la misma voz desequilibrada, me explicó

el castigo:

"Estos páramos están infestados de lobos

hambrientos. Van a oler tu sangre caliente a

través de grandes distancias, de la misma

manera que tú oliste la belleza de mi mujer, y

van a saltar sobre tu cuerpo sin ninguna

piedad, desgarrándolo. Tal como tú hiciste

conmigo.”

Dio otra risotada enferma y caminó lanzando

disparos al aire. Se subió al caballo en medio

de una nube de azufre. £1 pobre animal había

hecho un gran esfuerzo: había cabalgado desde

Estrasburgo hasta Weimar y luego sobre la

nieve por varias horas. Sentí cómo dio unos

pocos pasos y se desplomó. En vano intentó el

marqués espolearlo y darle golpes de fusta: el

animal estaba muriendo. Mi verdugo caminó,

entonces, en busca de una salida, evaporando

en mosquetazos furiosos los últimos vestigios

de pólvora en su carga. ) ya no pude verlo.

Imaginé mi muerte entre las fauces de las

bestias. Escuché los aullidos acercándose y me

invadió un terror indescriptible. Pensé en la

única salvación posible: una muerte rápida.

Traté de zafarme de las ataduras. En realidad,

no fue difícil, porque las sogas eran demasiado

gruesas como para ajustar bien. Con las manos

libres, saqué rápidamente la botellita. Estaba a

punto de tomar el veneno cuando se me ocurrió

una idea. El caballo del marqués yacía muerto a

unos pocos metros, tenía la sangre caliente

todavía, y exhalaba un fuerte olor a sudor.

Rocié al animal con el veneno y trepé hasta la

copa de un árbol.

Desde allí

...

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