HEREDE UN FANTASMA
Enviado por jessicaymati • 4 de Mayo de 2015 • 1.420 Palabras (6 Páginas) • 386 Visitas
Allí permanecí por varios meses. Goethe me
aconsejó guardar silencio. Se decía que el
marqués se había enfurecido de tal modo, que
había jurado dar la más horrible de las muertes
al hombre que había osado posar los ojos sobre
su esposa. Durante el primer tiempo, gracias a
la mediación de Goethe, aún pudimos intercambiar algunas esquelas. Pero debieron
interrumpirse bruscamente.
El terrible y despechado marido había
encerrado a su mujer en un convento. Pero yo
de esto nada supe. Le insistí a mi amigo para
que continuara enviando las cartas a mi amada.
Pero él me aseguró que no lograba encontrarla
por ningún lado, que no había huellas de ella
por ningún sitio. No solo había dejado de ir a
las reuniones literarias; tampoco iba a lo de la
modista, ni siquiera concurría a la misma
iglesia.
No necesito explicarle, buen hombre, la
magnitud de mi desdicha, ni contarle que caí en
una profunda melancolía, que no me permitía
hacer nada, yacía tirado en lacama,
maldiciendo el nombre del marqués y evocando
la belleza de mi amada perdida para siempre.
Pero fue entonces cuando Goethe me salvó por
primera vez: de mí mismo. Con el ímpetu de un
convencido, me sacó de esas sábanas
impregnadas de dolor y abandono.
Con excusas, me pidió ayuda para hacer unas
traducciones. Argumentó que él estaba muy
ocupado con las responsabilidades de sus
funciones públicas, y me dijo que, ya que me
quedaba en su casa, debería hacer algún trabajo.
Fue así como renací.
Por otra parte, me aseguró que averiguaría el
paradero de María Antonieta.
Fue durante esos días que escribí enorme
cantidad de páginas; traduje del griego al
alemán Die Natur, un trabajo dificilísimo y bello.
También el Lexikon, varios comentarios del latín
y obras de Sófocles.
Recuperado el ánimo de vivir, rogué a Goethe
que enviara otra nota a mi amada. Mi amigo
insistió en que era una locura, un riesgo
innecesario, ya que María Antonieta se había
esfumado y nada hacía pensar que pudiese estar
oculta en el palacio Branconi.
Sin embargo, fue tanta mi insistencia que
finalmente accedió.
No sé cómo el marqués encontró la carta, ni
cómo supo de mi refugio. Solamente recuerdo el
golpe terrible en la puerta de la casa, la voz
enloquecida
pidiendo
explicaciones
y,
finalmente, al gran poeta negando mi presencia.
El hombre debió estar realmente cegado por el
odio, pues no hizo el menor caso a las
investiduras de Goethe ni a su posiciónpolítica.
Simplemente, subió hasta las habitaciones como
un torbellino, amenazando con su arma a quien
se le cruzara, y sin darme tiempo para otra cosa
que recoger el pequeño frasco con arsénico.
Durante mis días de locura y profunda tristeza,
había comprado el líquido letal en una droguería de los suburbios. Escondí rápidamente el
frasco
entre mis ropas y me dejé arrastrar hacia la
montura por el furioso marido traicionado.
Cabalgamos unas cuantas horas, saliéndonos
del camino. Ibamos por el medio de un bosque.
£1 caballo avanzaba con lentitud, porque se
hundía profundamente en la nieve.
£1 marqués repetía que me tenía reservada la
peor de las muertes, y soltaba largas carcajadas
hiriendo el silencio con la voz de un loco. £se
viaje duró una eternidad. De repente se detuvo
junto a un tronco hueco, me amordazó y me
ató las manos con una soga muy gruesa.
Con la misma voz desequilibrada, me explicó
el castigo:
"Estos páramos están infestados de lobos
hambrientos. Van a oler tu sangre caliente a
través de grandes distancias, de la misma
manera que tú oliste la belleza de mi mujer, y
van a saltar sobre tu cuerpo sin ninguna
piedad, desgarrándolo. Tal como tú hiciste
conmigo.”
Dio otra risotada enferma y caminó lanzando
disparos al aire. Se subió al caballo en medio
de una nube de azufre. £1 pobre animal había
hecho un gran esfuerzo: había cabalgado desde
Estrasburgo hasta Weimar y luego sobre la
nieve por varias horas. Sentí cómo dio unos
pocos pasos y se desplomó. En vano intentó el
marqués espolearlo y darle golpes de fusta: el
animal estaba muriendo. Mi verdugo caminó,
entonces, en busca de una salida, evaporando
en mosquetazos furiosos los últimos vestigios
de pólvora en su carga. ) ya no pude verlo.
Imaginé mi muerte entre las fauces de las
bestias. Escuché los aullidos acercándose y me
invadió un terror indescriptible. Pensé en la
única salvación posible: una muerte rápida.
Traté de zafarme de las ataduras. En realidad,
no fue difícil, porque las sogas eran demasiado
gruesas como para ajustar bien. Con las manos
libres, saqué rápidamente la botellita. Estaba a
punto de tomar el veneno cuando se me ocurrió
una idea. El caballo del marqués yacía muerto a
unos pocos metros, tenía la sangre caliente
todavía, y exhalaba un fuerte olor a sudor.
Rocié al animal con el veneno y trepé hasta la
copa de un árbol.
Desde allí
...