Horacio Quiroga
Enviado por gissell3012 • 19 de Marzo de 2012 • 1.014 Palabras (5 Páginas) • 708 Visitas
Horacio Quiroga
Samuel era un muchacho a quien sus múltiples conquistas habían dado un nombre en
las lides de amor. No tenía oficio: a veces hacía el lisiado, el ciego, cualquier cosa que
excitara compasión. Sus triunfos amorosos estaban en relación con su vida; muchachas
abandonadas, vendedoras de diarios, ex sirvientas caídas como un trapo en medio de la calle.
De cualquier modo eran triunfos. Y en las tardes de los arrabales, en las noches bajo
un cobertizo cualquiera, ponían ellos tanto amor como una pareja bien alimentada y bien
dormida.
Su último triunfo fue Lía. Se unieron en una hermosa mañana de primavera, tibia y
olorosa. El pedía limosna con los ojos en blanco. Ella que pasaba con sus diarios,
conociéndole, le ofreció riendo un ejemplar. El rió a su vez y la abrazó en plena calle, como
un conquistador. Tal fue la resistencia de Lía que para rechazarle, hubo de dejar caer los
diarios. Mas en pos de breve fatiga, ya estaban unidos ante la santa ara del amor callejero y
fácil.
Su seducción asombraba.
-¿Qué haces tú -le preguntaban- para conseguirlas sin más ni más? -Abrazarlas en la
calle -respondía encogiéndose de hombros. Pobres muchachos que veían caer las frutas, y
meditaban en la manera de cogerlas si aún pendieran de los árboles.
Lía desde entonces vivió con Samuel y Samuel fue el hombre de Lía. Se amaban lo
suficiente para ayudarse en sus mutuas especulaciones y dormir juntos de noche; eso les
bastaba. El era celoso a ratos y la mortificaba con bajas alusiones. Llegaba hasta pegarle
estrujándola sin piedad entre sus brazos de hombre. Pero Lía, a pesar de todo, sentía extraño
amor por aquel flaco amante, y entrecerraba los párpados, como a un suave rocío, a esas lágrimas
de dolor.
Tan buena era Lía y tan jóvenes los amantes que poco a poco llegaron a unirse más
íntimamente, acortando los días y prolongando las noches. En los nuevos barrios que el
reciente recorrido de un tranvía ha valorizado al exceso, existía una casa en construcción de
que ellos habían hecho tutelar morada, apta para guardar sus míseros pingajos y ocultar el
cielo estrellado a sus noches de amor. En la tal casa estaban abandonados los trabajos. Bajo
aquel recinto, húmedo y oscuro aún en el día, desolado por el viento que entraba por todas
partes, Samuel y Lía se amaron, él siempre un poco altanero, como orgulloso varón que sólo
condesciende; ella, en cambio, deseándole y entregándose con toda su alma.
Solían, en las tardes de verano, ir a bañarse juntos. Lía resistíase siempre a desnudarse
delante de él, asida a su reciente pudor de enamorada como a una mísera tabla de naufragio.
Pero su amante la desnudaba él mismo, le arrojaba arena en los cabellos. Y cuando
ella se internaba en el mar, hundiendo su desnudez, Samuel la rechazaba a la orilla, la hacía
ver de todos, lleno de desdén del momento para aquella carne que era suya. Gritaba y repetía:
-No he visto piernas más flacas que las tuyas.
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O si no la sujetaba bajo el agua largo rato, y cuando la cabeza emergía, azorada y
descolorida se lanzaba a nado, voluptuosamente:
-Así aprenderás a nadar, y completarás lo poco que te falta para ser hombre.
¿Hombre, Lía?... Pero el amor a Samuel la dominaba por completo, subía
...