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LAS VACAS DE QUIVIQUINTA


Enviado por   •  22 de Septiembre de 2013  •  1.903 Palabras (8 Páginas)  •  830 Visitas

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LAS VACAS DE QUIVIQUINTA

LAS VACAS DE QUIVIQUINTA

Francisco Rojas González

del Libro “El Diosero”

Los perros de Quiviquinta tenían hambre; con el lomo corvo y la nariz hincada en los baches de las callejas, el ojo alerta y el diente agresivo, iban los perros de Quiviquinta; iban en manadas, gruñendo a la luna, ladrando al sol, porque los perros de Quiviquinta tenían hambre…

Y también tenían hambre los hombres, las mujeres y los niños de Quiviquinta, porque en las trojes se había agotado el grano, en los zarzos se había consumido el queso y de los garabatos ya no colgaba ni un pingajo de cecina…

Sí, había hambre en Quiviquinta; las milpas amarillearon antes del jiloteo y el agua hizo charcas en la raíz de las matas; el agua de las nubes y el agua llovida de los ojos en lágrimas.

En los jacales de los coras se había acallado el perpetuo palmoteo de las mujeres; no había ya objeto, supuesto que al faltar el maíz, faltaba el nixtamal y al faltar el nixtamal, no había masa y sin ésta, pues tampoco tortillas y al no haber tortillas, era que el perpetuo palmoteo de las mujeres se había acallado en los jacales de los coras.

Ahora, sobre los comales, se cocían negros discos de cebada; negros discos que la gente comía, a sabiendas de que el torzón precursor de la diarrea, de los ―cursos‖, los acechaba.

— Come, m‘hijo, pero no bebas agua —aconsejaban las madres.

— Las gordas de cebada no son comida de cristianos, porque la cebada es ―fría‖ —prevenían los viejos, mientras llevaban con repugnancia a sus labios el ingrato bocado.

— Lo malo es que para el año que‘ntra ni semilla tendremos —dijo Esteban Luna, mozo lozano y bien puesto, quien ahora, sentado frente al fogón, miraba a su mujer, Martina, joven también, un poco rolliza pero sana y frescachona, que sonreía a la caricia filial de una pequeñuela, pendiente de labios y manecitas de una pecho carnudo, abundante y moreno como cantarito de barro.

— Dichosa ella —comentó Esteban— que tiene mucho de donde y qué comer.

Martina rió con ganas y pasó su mano sobre la cabecita monda de la lactante.

— Es cierto, pero me da miedo de que s‘empache. La cebada es mala para la cría…

Esteban vio con ojos tristones a su mujer y a su hija.

— Hace un año —reflexionó—, yo no tenía de nada y de nadie por que apurarme… Ahoy dialtiro semos tres… Y con l‘hambre que si‘ha hecho andancia.

Martina hizo no escuchar las palabras de su hombre; se puso de pie para llevar a su hija a la cuna que colgaba del techo del jacal; ahí la arropó con cuidados y ternuras. Esteban seguía taciturno, veía vagamente cómo se escapaban las chispas del fogón vacío, del hogar inútil.

— Mañana me voy p‘Acaponeta en busca de trabajo…

— No, Esteban —protestó ella—. ¿Qué haríamos sin ti yo y ella?

— Fuerza es comer, Martina… Sí, mañana me largo a Acaponeta o a Tuxpan a trabajar de peón, de mozo, de lo que caiga.

Las palabras de Esteban las había escuchado desde las puertas del jacal Evaristo Rocha, amigo de la casa.

— Ni esa lucha nos queda, hermano —informó el recién llegado—. Acaban de regresar del norte Jesús Trejo y Madaleno Rivera; vienen más muertos d‘hambre que nosotros… Dicen que no hay trabajo por ningún lado; las tierras están anegadas hasta adelante de Escuinapa… ¡Arregúlale nomás!

— Entonces… ¿Qué nos queda? —preguntó alarmado Esteban Luna.

— ¡Pos vé tú a saber…! Pu‘ay dicen quesque viene máiz de Jalisco. Yo casi no lo creo… ¿Cómo van a hambriar a los de po‘allá nomás pa darnos de tragar a nosotros?

— Que venga o que no venga máiz, me tiene sin cuidado orita, porque la vamos pasando con la cebada, los mezquites, los nopales y la guámara… Pero pa cuando lleguen las secas ¿qué vamos a comer, pues?

— Ai‘stá la cuestión… Pero las cosas no se resuelven largándonos del pueblo; aquí debemos quedarnos… Y más tú, Esteban Luna, que tienes de quen cuidar.

— Aquí, Evaristo, los únicos que la están pasando regular son los que tienen animalitos; nosotros ya echamos a l‘olla el gallo… Ahí andan las gallinas sólidas y viudas, escarbando la tierra, manteniéndose de pinacates, lombrices y grillos; el huevito de tierra que dejan pos es pa Martina, ella está criando y hay que sustanciarla a como dé lugar.

— Don Remigio ―el barbón‖ está vendiendo leche a veinte centavos el cuartillo.

— ¡Bandidazo…! ¿Cuándo se había visto? Hoy más que nunca siento haber vendido la vaquilla… Estas horas ya‘staría parida y dando leche… ¿Pa qué diablos la vendimos, Martina?

— ¡Cómo pa qué, cristiano…! ¿A poco ya no ti‘acuerdas? Pos p‘habilitarnos de apero hor‘un‘año. ¿No mercates la coa? ¿No alquilates dos yuntas? ¿Y los pioncitos que pagates cuando l‘ascarda?

— Pos ahoy, verdá de Dios, me doy de cabezazos por menso.

— Ya ni llorar es bueno, Esteban… ¡Vámonos aguantando tantito a ver qué dice Dios! —agregó resignado Evaristo Rocha.

Es jueves, día de plaza en Quiviquinta. Esteban y Martina limpiecitos de cuerpo y ropas van al mercado, obedeciendo más a una costumbre, que llevados por una necesidad, impelidos mejor por el hábito que por las perspectivas que pudiera ofrecerles el ―tianguis‖ miserable, casi solitario, en el que se reflejan la penuria y el desastre regional, algunos ―puestos‖ de verduras marchitas, lacias; una mesa con vísceras oliscadas, cubiertas de moscas; un cazo donde hierven dos o tres kilos de carne flaca de cerdo, ante la expectación de los perros que, sobre sus traseros huesudos y roñosos, se relamen en vana espera del bocado que para sí quisieran los niños harapientos, los niños muertos de hambre que juegan de manos, poniendo en peligro la triste integridad de los tendidos de cacahuates y de naranjas amarillas y mustias.

Esteban y Martina van al mercado por la Calle Real de Quiviquinta; él adelante, lleva bajo el brazo una gallinita ―búlique‖ de cresta encendida; ella carga a la chiquilla. Martina va orgullosa de la gorra de

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