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LENGUAJE Y COMUNICACIÓN


Enviado por   •  21 de Mayo de 2014  •  Tesis  •  2.020 Palabras (9 Páginas)  •  276 Visitas

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LENGUAJE Y COMUNICACIÓN

Francisca yo te amo

Fecha Puntaje Total Puntaje Obtenido Nota

3 JUNIO 2014 30 puntos

Nombre:

1.- Selección múltiple (1 punto cada una)

No podía haberme imaginado jamás que ese verano iba a ser distinto. Tan distinto.La casa estaría allí mirando, hacia abajo, la Playa de las Conchitas y, al frente, la quieta bahía azul. Era hermosa nuestra casa, entre eucaliptos y sicomoros, con su primer piso de piedra canteada, la aparente fragilidad de los altos de tablas de pino y su techumbre de tejuelas de alerce oscuras y levantiscas. Pintadas de blanco las maderas tingladas y las franjas de cemento que unían las piedras con un brochazo errático, y de azullas ventanas y los postigos. Era muy fría, sobre todo cuando la neblina desmadejaba sobre Quintero un manto denso y abrazador, y por cierto durante las noches. La sala de estar y el comedor conformaban un solo granámbito presidido por una chimenea que iba de muro a muro. Sin embargo, de ese fogón no podía esperarse una temperatura satisfactoria; el tiraje era excesivo, se llevaba consigo buena parte de la calidez y, además, no siempre era posible estirar el presupuesto para disponer generosamente de leña. Teníamos que cuidarla, hacerla durar. La tía Olga, menos friolenta que mi madre, se encargaba de racionar los troncos y enviamos a la cama si después de comida nos hacíamos los demorosos frente a la chimenea. "Si quieren calentarse, aacostarse", nos decía. Claro está que no era lo mismo ponerse a conversar arriba, tapados y a oscuras, que hacerlo ante las llamas que bailaban en sus juegos de luz y movimiento, donde de vez en cuando hasta podíamos tomarnos el corcho de alguna botella de pisco reservada a mi padre. Ese año llegamos a la estación de Quintero al atardecer. Como siempre, hicimos trasbordo en el ramal de San Pedro, después de tres horas de viaje desde Santiago. Ahí estaban a la espera la pequeña y negra locomotora a carbón y sus dos o tres carros azules, antiquísimos, desvencijados, venidos algún día directamentede la belle époque a traquetear aquí, en la costa de finisterrae, con sus coloridas ventanucas de vitreaux, susfarolitos acampanados y el cielo de semibóveda ribeteado de una reiterada flor de lis. El trasbordo era cosa harto turbulenta. Los pasajeros que iban a Quintero excedían sobradamente lacapacidad del par de carros, y éstos eran abordados por un gentío que luchaba frenético por conseguir un asiento. Llevábamos varias maletas y, llenos a reventar, aquellos sacos de lona que durante la víspera habíamos ayudado a coser con esas agujas largas y gruesas, las ojo de buey. Con mi amigo Jaime Pino usaríamos ahora esos bultos como corazas y armas abrecamino.

1.- ¿En qué persona gramatical está narrador este texto?

a) En primera persona gramatical singular

b) En primera persona gramatical plural

c) En tercera persona gramatical singular

d) En tercera persona gramatical plural 2.- ¿Quién cuenta esta historia?

a) el autor

b) Alex

c) el hablante lírico

d) el narrador omnisciente

3.- ¿Dónde queda la casa?

a) En la playa de las Conchitas

b) En Quinteros

c) En el Tabo

d) San Pedro 4.- ¿quién era Jaime Pinto?

a) el dueño de la playa

b) el amigo del protagonista

c) el chofer del tren

d) ninguna de las anteriores

Han transcurrido años desde entonces y las imágenes no son todas tan claras como desearía. Pero mi memoria registra muchos momentos con precisión y claridad diáfanas. El tiempo se torna, para esas evocaciones, transparente, y el pasado en esos tramos se ilumina como si una luz poderosa lo enfocara desde cerca. No me refiero sólo a los rostros, las situaciones, los lugares y las palabras de la boca, sino también a aquellos otros lenguajes que el alma descifra en los gestos, las inflexiones de la voz, los talantes, las miradas y, por cierto, en los silencios...La primera vez que la vi, ella iba en una lancha de pescadores. Yo nadaba muy lentamente, de espaldas, desde la Playa del Durazno hacia la Roca de las Gaviotas, donde me esperaban Marion, su hermana Patricia y Jaime. Sobre la incisiva proa de la embarcación se destacó, de súbito ante mi vista y como una aparición entre el mar y el cielo, la estampa de esa muchacha que me sonreía. Sostenía inmutable la sonrisa en sus labios y me miraba. Estaba viéndola nítidamente. Yo iba más bien flotando que nadando, apenas impulsándome con el aleteo de los pies mientras el escaso movimiento de las manos lo destinaba a mantener mi cabeza y torso sin sumergirse. Esa mañana tenía un sol jubiloso, el cielo le pertenecía enteramente. La embarcación surcaba las aguas con parsimonia, acunada por las ondulaciones leves de la bahía; el viento había emigrado la noche anterior y, en consecuencia, era calma la respiración del mar. No sé cuánto duró el paso de la lancha al directo alcance de mi vista. Probablemente fue un minuto o un poco más. Cuando desapareció, me quedé flotando sin hacer esfuerzo alguno por avanzar, experimentando una sensación inaugural. Y por un lapso también fue como si la siguiera viendo. Ella tenía el cabello castaño miel, abundante, un haz que continuaba hasta la cintura por un solo lado; no lo prendía con horquillas ni lo sujetaba ninguna cinta, caía nada más, apegándose entre el cuello y el hombro con la más natural sinuosidad. Sus ojos eran grandes, verde esmeralda. Su mirada y su sonrisa tenían un vínculo de belleza inocente, un candor delicado y complaciente que no había visto yo jamás antes y un imán, un extraño imán. No me formulé estas reflexiones durante el paso de la desconocida en la barca, no. Viví esos momentos en una especie de umbral de encantamiento que no dejaba lugar a la razón. Fue más tarde, cuando la vi por segunda vez, que mi mente especuló sobre esos ojos y esa sonrisa. También procuré, más adelante, conversar con Jaime sobre el asunto, aunque ya estaba presintiendo la aspereza de comunicación que iba a suministrarme casi todo lo que se relacionara con ella. El caso es que esa mañana la lancha se alejó tan lentamente como había aparecido. Lo último que me llamó la atención de la muchacha fueron su vestimenta y su cuerpo. Llevaba una camiseta de algodón, sin mangas, gruesa y ordinaria, de tono anaranjado, vieja y notoriamente desteñida; una prenda similar a las que yo había visto en muchos pescadores de la zona. Sus brazos eran largos, fuertes y bronceados, apoyaba uno sobre el borde de la embarcación y el otro sobre sus rodillas. Como iba en esa suerte de banquillo alto y triangular que remata en la

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