La Esposa De Siempre
Enviado por airi2011 • 10 de Marzo de 2013 • 2.017 Palabras (9 Páginas) • 277 Visitas
CAPÍTULO 1
La sirena sonaba muy fuerte.
Dolorosa y agonizantemente fuerte.
El sonido era algo vivo, que se metía en la cabeza y traspasaba hasta la médula.
«Que alguien pare eso», pensó ella.
Pero aunque dejó de sonar, el dolor no desapareció.
-Mi cabeza. -susurró ella. -Mi cabeza.
Nadie estaba escuchando. O mejor dicho, nadie la podía oír. ¿Estaba diciéndoselo
a alguien, o sólo estaba pensando?
La gente se agolpaba en torno a ella, mirándola, algunos muy preocupados, otros
por pura curiosidad. Sintió que la levantaban con mucha delicadeza. ¡Pero le dolía
mucho!
-Tranquilos. -dijo alguien, mientras la metían a un vehículo. ¿Un camión? No. Era
una ambulancia. Las puertas se cerraron y se empezó a mover, y aquel horrible sonido
empezó otra vez mientras recorrían a toda velocidad las calles de la ciudad.
Se sintió aterrorizada.
-¿Qué le había pasado?
Trató de decir algo, pero no pudo. Estaba atrapada en el silencio y en su dolor.
¿Había tenido un accidente? En su mente se formaron imágenes de una calle
mojada y resbaladiza, un bordillo y un taxi que se dirigía hacia ella. Oyó otra vez el pito
del coche y el frenazo.
¡No, no! Pensó. Y a continuación su grito se mezcló con el de la sirena y de pronto
se sumió en la oscuridad.
Estaba tumbada de espaldas y se dejó llevar por la, corriente de un sueño.
Fragmentos de frases sin sentido, cayendo a su alrededor, como si fueran copos de
nieve.
-... la presión sanguínea no se ha estabilizado...
-... espera que le hagamos una radiografía, antes de...
Se estaban refiriendo a ella. ¿Pero, por qué? ¿Qué le había pasado? Quería
preguntárselo, quería decirles que dejasen de hablar sobre ella como si no pudiera oírles.
Lo único que le pasaba era que no podía abrir los ojos, porque los párpados le pesaban
mucho.
Se quejó y alguien le apretó la mano, como dándole confianza.
-¿Joanna?
¿Quién?
-Joanna, ¿me oyes?
¿Joanna? ¿Así era como se llamaba? ¿Era ése su nombre?
-... las heridas en la cabeza son impredecibles...
La mano le apretó más.
-¡Dejad de hablar de ella, como si no estuviera aquí!
2
Era una voz muy masculina, como la mano que le estaba tocando. De pronto todos
se callaron. Joanna intentó mover los dedos, apretar la mano que estaba sujetando la
suya, para expresar así su agradecimiento a aquel hombre. Pero no pudo. Su mano no le
respondía.
Lo único que podía hacer era quedarse allí tendida, sin moverse, con su mano en la
mano de alguien que no conocía.
-No te preocupes, Joanna. -le murmuró. -Estoy aquí.
Aquellas palabras la tranquilizaron, pero al mismo tiempo sintió miedo. ¿Quién,
sería aquel hombre?
Sin advertirlo siquiera, se sumió en la oscuridad.
Cuando despertó, todo estaba en silencio.
Se dio cuenta de que estaba sola. No se oía a nadie, y nadie le estaba sujetando la
mano. Se sentía como si estuviera en una nube, pero podía pensar con claridad.
¿Podría abrir los ojos? La posibilidad de no poder abrirlos la aterró. ¿Se habría
quedado paralítica? No. Porque los dedos del pie los movía. Y también sus manos, y sus
piernas...
Joanna respiró, mantuvo la respiración y poco a poco fue expulsando el aire. A
continuación, intentó abrir los ojos, que pesaban como si tuvieran dos losas encima.
La luz de la habitación la cegó. Parpadeó y miró a su alrededor.
Estaba en un hospital. Estaba claro. Había una botella de suero colgada de un atril,
al lado de la cama, conectada a. su brazo.
Era una habitación agradable, grande y llena de luz, además de cestas de fruta y
ramos de flores.
¿Las habrían traído para ella? Tenía que ser, porque no había nadie más allí.
¿Qué le habría pasado? Ni las piernas, ni los brazos los tenía escayolados.
Tampoco le dolían. Si no hubiera sido por aquella aguja clavada en su brazo, hubiera
jurado que se acababa de despertar de una siesta.
Levantó la cabeza y buscó un timbre, para llamar a la enfermera.
-¡Ahh!
Sintió un dolor intenso en la cabeza. Se echó para atrás y cerró los ojos otra vez.
-¿Señora Adams?
Joanna trató de decir algo.
-¿Me oye, señora Adams? Abra los ojos, por favor y míreme.
Aquello le dolía, pero logró abrirlos y vio la cara de una mujer, que le sonreía.
-Muy bien, señora Adams. Muy bien. ¿Cómo se siente?
Joanna abrió la boca, pero no pudo pronunciar una palabra. La enfermera asintió
con la cabeza.
-Espere un momento. Le vaya mojar un poco los labios. ¿Qué tal?
-Me duele la cabeza. -dijo Joanna.
La enfermera sonrió, como si hubiera dicho algo maravilloso.
-Ya sé que le duele, querida. El médico le dará algo en cuanto venga a verla. Iré a
buscarle...
Joanna extendió el brazo y agarró la manga blanca del uniforme de la enfermera.
-¿Qué me ha pasado? -preguntó.
-El doctor Corbett se lo explicará todo, señora Adams.
-¿Fue un accidente? No recuerdo nada. Un coche, un taxi.
-Tranquila. -la enfermera, con mucha delicadeza, le quitó la mano y salió de la
habitación. -Relájese, señora Adams, sólo tardaré un minuto.
3
-¡Espere!
La enfermera se paró, al oír aquella palabra, dicha con tal tono de urgencia. Se dio
la vuelta.
-¿Qué ocurre, señora Adams?
Joanna miró a su alrededor. El corazón le latía a toda velocidad.
-¿Por qué me llama señora Adams?
Vio la mueca que hizo la enfermera con la boca, y su mirada comprensiva.
-¿No me lo puede decir? -le susurró Joanna. -¿No me puede decir quién... es decir,
quién soy yo?
Llegó el médico. Dos médicos, de hecho, uno muy joven y amable y el otro más
mayor, con un aire de mayor autoridad, a juzgar por la forma que la miraba, mientras la
tacaba el cuerpo.
-Señora Adams. -así era como todos la llamaban y, como un perrito bien
entrenado, en unos minutos aprendió a responder a ese nombre, a extender el brazo y
dejar que le quitaran la aguja, a responder sí, cuando alguien se dirigía a ella por el
nombre de señora Adams.
Pero lo único que sabía era que estaba en una habitación y que para ella la vida
había comenzado hacía tan sólo
...