La Metamorfosis
Enviado por lauravargas98 • 15 de Mayo de 2013 • 4.136 Palabras (17 Páginas) • 366 Visitas
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Franz Kafka
La Metamorfosis
Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en
un monstruoso insecto. Estaba echado de espaldas sobre un duro caparazón y, al alzar la
cabeza, vio su vientre convexo y oscuro, surcado por curvadas callosidades, sobre el que
casi no se aguantaba la colcha, que estaba a punto de escurrirse hasta el suelo. Numerosas
patas, penosamente delgadas en comparación con el grosor normal de sus piernas, se
agitaban sin concierto.
- ¿Qué me ha ocurrido?
No estaba soñando. Su habitación, una habitación normal, aunque muy pequeña,
tenía el aspecto habitual. Sobre la mesa había desparramado un muestrario de paños -
Samsa era viajante de comercio-, y de la pared colgaba una estampa recientemente
recortada de una revista ilustrada y puesta en un marco dorado. La estampa mostraba a
una mujer tocada con un gorro de pieles, envuelta en una estola también de pieles, y que,
muy erguida, esgrimía un amplio manguito, asimismo de piel, que ocultaba todo su
antebrazo.
Gregorio miró hacia la ventana; estaba nublado, y sobre el cinc del alféizar
repiqueteaban las gotas de lluvia, lo que le hizo sentir una gran melancolía.
«Bueno –pensó–; ¿y si siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas estas
locuras?» Pero no era posible, pues Gregorio tenía la costumbre de dormir sobre el lado
derecho, y su actual estado no le permitía adoptar tal postura. Por más que se esforzara
volvía a quedar de espaldas. Intentó en vano esta operación numerosas veces; cerró los
ojos para no tener que ver aquella confusa agitación de patas, que no cesó hasta que notó
en el costado un dolor leve y punzante, un dolor jamás sentido hasta entonces.
- ¡Qué cansada es la profesión que he elegido! –se dijo–. Siempre de viaje. Las
preocupaciones son mucho mayores cuando se trabaja fuera, por no hablar de
las molestias propias de los viajes: estar pendiente de los enlaces de los trenes;
la comida mala, irregular; relaciones que cambian constantemente, que nunca
llegan a ser verdaderamente cordiales, y en las que no tienen cabida los
sentimientos. ¡Al diablo con todo!
Sintió en el vientre una ligera picazón. Lentamente, se estiró sobre la espalda en
dirección a la cabecera de la cama, para poder alzar mejor la cabeza. Vio que el sitio que
le picaba estaba cubierto de extraños puntitos blancos. Intentó rascarse con una pata; pero
tuvo que retirarla inmediatamente, pues el roce le producía escalofríos.
- Estoy atontado de tanto madrugar –se dijo–. No duermo lo suficiente. Hay
viajantes que viven mucho mejor. Cuando a media mañana regreso a la fonda
para anotar los pedidos, me los encuentro desayunando cómodamente
sentados. Si yo, con el jefe que tengo, hiciese lo mismo, me despedirían en el acto. Lo cual, probablemente sería lo mejor que me podría pasar. Si no fuese
por mis padres, ya hace tiempo que me hubiese marchado. Hubiera ido a ver
el director y le habría dicho todo lo que pienso. Se caería de la mesa, ésa sobre
la que se sienta para, desde aquella altura, hablar a los empleados, que, como
es sordo, han de acercársele mucho. Pero todavía no he perdido la esperanza.
En cuanto haya reunido la cantidad necesaria para pagarle la deuda de mis
padres –unos cinco o seis años todavía–, me va a oír. Bueno; pero, por ahora,
lo que tengo que hacer es levantarme, que el tren sale a las cinco.
Volvió los ojos hacia el despertador, que tictaqueaba encima del baúl.
- ¡Dios mío! -exclamó para sí.
Eran más de las seis y media, y las manecillas seguían avanzando tranquilamente.
En realidad, ya eran casi las siete menos cuarto. ¿Es que no había sonado el despertador?
Desde la cama se veía que estaba puesto a las cuatro; por tanto, tenía que haber sonado.
Pero ¿era posible seguir durmiendo a pesar de aquel sonido que hacía estremecer hasta
los muebles? Su sueño no había sido tranquilo. Pero, por eso mismo, debía de haber
dormido al final más profundamente. ¿Qué podía hacer ahora? El tren siguiente salía a las
siete; para cogerlo tendría que darse muchísima prisa. El muestrario no estaba aún
empaquetado, y él mismo no se sentía nada dispuesto. Además, aunque alcanzase el tren,
no evitaría reprimenda del amo, pues el mozo del almacén, que había acudido al tren a las
cinco, debía de haber dado ya cuenta de su falta. El mozo era un esbirro del dueño, sin
dignidad ni consideración. Y si dijese que estaba enfermo, ¿qué pasaría? Pero esto,
además de ser muy penoso, despertaría sospechas, pues Gregorio, en los cinco años que
llevaba empleado, no había estado nunca enfermo. Vendría el gerente con el médico del
Montepío. Se desharía en reproches, delante de los padres, respecto a la holgazanería de
Gregorio, y refutaría cualquier objeción con el dictamen del doctor, para quien todos los
hombres están siempre sanos y sólo padecen de horror al trabajo. Y la verdad es que, en
este caso, su diagnóstico no habría sido del todo infundado. Salvo cierta somnolencia,
fuera de lugar después de tan prolongado sueño, Gregorio se sentía francamente bien,
además de muy hambriento.
Mientras pensaba atropelladamente, sin decidirse a levantarse, y justo en el
momento en que el despertador daba las siete menos cuarto, llamaron a la puerta que
estaba junto a la cabecera de la cama.
- Gregorio –dijo la voz de su madre–, son las siete menos cuarto. ¿No tenías
que ir de viaje?
¡Qué voz tan dulce! Gregorio se horrorizó al oír en cambio suya propia, que era la
de siempre, pero mezclada con un penoso y estridente silbido, en el cual las palabras, al
principio claras, se confundían luego y sonaban de forma tal que uno no estaba seguro de
haberlas oído. Gregorio hubiera querido dar una explicación detallada; pero, al oír su
propia voz, se limitó a decir:
- Sí, sí. Gracias, madre. Ya me levanto. A través de la puerta de madera, la transformación de la voz de Gregorio no debió
notarse, pues la madre se tranquilizó con esta respuesta y se retiró. Pero este breve
diálogo reveló que Gregorio, contrariamente a lo que se creía, estaba todavía en casa.
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