La Niña más Odiosa Del Mundo
Enviado por kikediz • 9 de Febrero de 2014 • 1.408 Palabras (6 Páginas) • 492 Visitas
buenas, el jueves no hicimos nada despues de que usted se fue, y el viernes pues un quiz de introduccion a ingenieria y dejo tema para investigar que no me acuerdo, y no estoy con el cuaderno para decirle y pues en algebra el parcial, en procesos dejo para ver 2 peliculas (una odise en el espacio 2001 y cine paradiso) y redactar otro cuento como el que el leyo en la clase.
bueno nos vemos
(A Chari)
No hubo en mi infancia una niña más antipática que Socorrito Pino.
Confieso que en muchas oraciones le pedí a Dios que la dejara calva, que no le salieran de nuevo los dientes de arriba, o que, en el mejor de los casos, se la llevaran —con dientes y cabello, no importa— al punto más remoto de la tierra, donde jamás volviera yo a saber de su vida.
Aún hoy estoy convencido de que aquel fastidio era justo: Socorrito Pino arruinaba mis alegrías, y parecía tener entre ceja y ceja el propósito de no dejarme tranquilo ni un minuto. Cuando yo peleaba con mi hermana Chari, ahí aparecía Socorrito como convidada de pesadilla, para impedir que le pegara. Lo hacía interponiéndose entre mi hermana y yo, o poniéndole quejas a mi abuelo.
Cuando, después del baño, me ponía frente al espejo para peinarme, la muchachita insistía en que yo estaba perdiendo el tiempo, pues las peinadas no hacían milagros.
Muchas de mis siestas, que en aquella época eran sagradas, fueron interrumpidas bruscamente por Socorrito Pino, que me jalaba los dedos de los pies y luego salía corriendo, con una risita de triunfo que me taladraba los nervios.
Como vivía metida en mi casa a toda hora, conocía el penoso secreto de que yo, con 12 años, todavía me orinaba en la cama, y hasta se atrevía a preguntarme si aquello no me parecía vergonzoso. Un día llegó al extremo de decirme que ella no creía que yo mojara la cama por enfermedad sino por la pura pereza de levantarme por las madrugadas.
En otra ocasión, Socorrito Pino pasó por el parque en el preciso momento en que yo le pegaba un chicle en la cabeza y le gritaba groserías a un compañero que había desperdiciado un gol fácil. En seguida, hizo un gesto acusador con el dedo índice, y aunque no entendí lo que me dijo, deduje que se lo iba a contar a mi abuelo. Dicho y hecho: mi abuelo me asestó una muenda realmente memorable.
En medio del llanto le eché a Socorrito la culpa de lo que me había pasado, pensando ingenuamente que le remordería la conciencia. Lo único que conseguí sacarle fue una frase fría que, además, encubría nuevas amenazas: “nada de eso”, dijo, con una cierta resolución adulta. “Los niños no deben decir malas palabras”.
No voy a dármelas de Santa Claus. De hecho, como pueden colegir por la escena del parque, yo no era, como decía mi abuela Elvia, ninguna pelusita inofensiva. Pero juro que a Socorrito Pino jamás le di pie para que invadiera todos los espacios de mi vida, para que no me dejara respirar ni cuando jugaba fútbol ni cuando dormía. Jamás le busqué el lado. Nunca fui a su casa —que quedaba en la misma calle donde yo vivía— a molestarla. No me levantaba por la mañana maquinando planes que pudieran afectarla, a diferencia de ella, que sí parecía concentrada en el proyecto de destruirme. Socorrito Pino se movía por donde quiera que yo me moviera, y me amargaba los días con una eficiencia digna de mejor causa.
Hay que aclarar que Socorrito siempre encontró en mí una respuesta proporcional a su falta. Por ejemplo, la tremenda zurra que me dio mi abuelo el día que ella me delató por lo del parque, fue correspondida, dos días después, con un feo golpe en el cogote, que la puso a chillar durante varios minutos.
Siempre me desquité de ella, aunque no fuera en forma inmediata. No recuerdo que le haya pasado una sola ofensa por alto: siesta que me dañaba Socorrito a las tres de la tarde, estaba debidamente vengada a las cinco o, a más tardar, a la mañana del día siguiente. Esto no resultaba tan difícil, porque a pesar de que Socorrito siempre huía a las carreras, tarde o temprano regresaba.
La
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