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La Soledad Era Esto


Enviado por   •  11 de Febrero de 2014  •  28.959 Palabras (116 Páginas)  •  419 Visitas

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Esta obra obtuvo el Premio Nadal 1990

A la memoria de Cándida García.

¿Es que deseaba de verdad se cambiase aquella

su muelle habitación, confortable y dispuesta con

muebles de familia, en un desierto en el cual

hubiera podido, es verdad, trepar en todas las

direcciones sin el menor impedimento, pero en el

cual se hubiera, al mismo tiempo, olvidado rápida

y completamente de su pasada condición humana?

FRANZ KAFKA, La Metamorfosis

Primera parte

Uno

Elena estaba depilándose las piernas en el cuarto de baño cuando

sonó el teléfono y le comunicaron que su madre acababa de morir.

Miró el reloj instintivamente y procuró retener la hora en la cabeza;

las seis y media de la tarde. Aunque los días habían comenzado a

alargar, era casi de noche por efecto de unas nubes que desde el

mediodía se habían ido colocando en forma de techo sobre la

ciudad. La mejor hora de la tarde para irse de este mundo, pensó

cogida al teléfono mientras escuchaba a su marido que, desde el

otro lado de la línea, intentaba resultar eficaz y cariñoso al mismo

tiempo. —Yo paso a recogerte —dijo— y vamos juntos al hospital.

Tu hermano ya está allí.

—¿Y mi hermana? —preguntó—. ¿Quién avisa a mi

hermana?

—Acabo de hablar con su marido y vendrán esta misma

noche en un avión que sale a las diez de Barcelona. No te

preocupes de las cuestiones prácticas. Arréglate y espera a que yo

vaya por ahí.

Elena colgó el teléfono y se sentó en el sofá a digerir la noticia;

con la mano derecha iba arrancándose las costras de cera que

endurecían la pierna correspondiente a ese lado del cuerpo,

mientras sus ojos paseaban por las paredes del salón sin registrar

nada de cuanto veían. Cuando regresó al cuarto de baño, la cera se

había endurecido, de manera que renunció a depilarse la pierna

izquierda. Se quitó la bata y se metió debajo de la ducha en una

postura que sugería cierto desamparo, pero no llegó a llorar.

Parecía así confirmarse una antigua idea según la cual la muerte de

su madre, cuando llegara a suceder, constituiría un trámite

burocrático, un papeleo que vendría a sancionar algo pasado,

porque para Elena su madre estaba muerta desde hacía mucho

tiempo.

Eligió unas medias oscuras para que no se notase que llevaba

una pierna sin depilar y se puso una ropa interior algo provocativa

que desmentía ante sí misma el duelo que intentaba expresar el

oscuro traje de chaqueta rescatado de las profundidades del

armario.

Prefirió no maquillarse ni retocarse los ojos, pero se arregló el

pelo recogiéndose en la nuca la melena. No quería transmitir

desolación, sino un desaliño que podría atribuirse a la prisa por salir

de casa una vez conocida la noticia. Dudó si darse un toque de

carmín en los labios, pero finalmente decidió que tal como había

quedado estaba bastante hermosa, aun cuando se tratara de una

hermosura en decadencia por la que habían pasado ya cuarenta y

tres años, cuarenta y tres años que no habían logrado destruir el

brillo de sus ojos ni corregir el gesto desafiante de sus labios. Se

torció la falda para acentuar la sensación de urgencia y regresó al

salón, donde lió un porro que fumó junto al ventanal contemplando

las oscilaciones de la luz. Vivía en un piso alto de la zona norte de

Madrid, desde donde se divisaba un paisaje urbano que parecía

cambiar de forma en función de las tonalidades de los meses.

Ahora era febrero y había oscurecido, de manera que los edificios,

con las luces de las ventanas encendidas, invitaban al recogimiento.

Pensó en Mercedes, su hija, y reprimió el impulso de telefonearla,

pues imaginaba que ya se habría encargado de ello su marido.

Cuando apagó el canuto, intentó elaborar un pensamiento

brillante o trágico, adecuado a la pérdida que acababa de padecer,

pero no se le ocurrió nada. La muerte de su madre parecía, más

que un suceso, un simple hecho encadenado a la secuencia de los

días y sin capacidad siquiera para constituir una ruptura o una

victoria sobre lo cotidiano. El hachís le había golpeado ya en la

nuca y presintió que en las escenas en las que tendría que participar

a lo largo de las horas siguientes ella estaría del lado de los muertos,

en aquel lugar donde ahora se encontraba su madre, y desde donde

supuso que las cosas de la vida se verían sin pasión, sin odio, sin

amor: una mirada neutra, cargada de indiferencia, aunque

estimulada quizá por una suerte de curiosidad dirigida a los

aspectos mecánicos que producen los afectos.

En esto llegó Enrique, su marido, y la abrazó con gesto

solidario intentando aliviar un dolor que no se había llegado a

producir. Elena sonrió con afecto. Ya sabes lo que pensaba de esta

muerte, dijo. Nunca me lo llegué a creer del todo, respondió él.

Elena temió que se le pasara el efecto producido por el hachís

y lió otro canuto con la excusa de ofrecérselo a Enrique. Lo

fumaremos en el coche, dijo, y salieron.

Su madre parecía sonreír al fin. Llevaba una mortaja blanca, que

evocaba el hábito de una novicia, entre cuyos pliegues sobresalía un

rostro que la muerte había dulcificado. Permanecía inmóvil como un

cadáver, pero su frente arrugada parecía mantener la tensión de un

pensamiento. Uno de los ojos permanecía ligeramente abierto

produciendo en el rostro un efecto asimétrico que a Elena le

recordó que no se había depilado la pierna izquierda. ¿Era simétrica

la realidad o la simetría era un ideal provocado por la inteligencia

del hombre? ¿Acaso todo lo que se podía dividir por la mitad daba

lugar a dos partes armónicas y similares? ¿Dónde está la mitad de

mi vida?, se dijo observando a su hija que atendía a los familiares y

amigos con una cortesía dolorosa. ¿Deja mi madre aquí un espacio

simétrico al que ahora ocupa? ¿Dejan los muertos un reflejo de sí

en este mundo de dolor? ¿Qué sensación es simétrica al dolor?

Las dos últimas frases le produjeron alguna satisfacción, pero

su estado de ánimo tendía en general hacia la indiferencia.

Imagínate, estaba depilándome las piernas,

...

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