La Tia Julia Y El Escribidor
Enviado por 0458 • 22 de Septiembre de 2014 • 16.647 Palabras (67 Páginas) • 271 Visitas
A Julia Urquidi Illane,
a quien tanto debemos yo y esta novela.
Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y tambien puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y tambien viendome que escribia. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viendome recordar que escribia y escribo viendome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veia escribir que recordaba haberrne visto escribir que escribia y que escribia que escribo que escribia. Tambien puedo imaginarme escribiendo que ya habia escrito que me imaginaria escribiendo que habia escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que
escribo.
salvador elizondo, El Grajograjo
I
En ese tiempo remoto, yo era muy joven y vivía con mis abuelos en una quinta de paredes blancas de la calle Ocharán, en Miraflores. Estudiaba en San Marcos, Derecho, creo, resignado a ganarme más tarde la vida con una profesión liberal, aunque, en el fondo, me hubiera gustado más llegar a ser un escritor. Tenía un trabajo de título pomposo, sueldo modesto, apropiaciones ilícitas y horario elástico: director de Informaciones de Radio Panamericana. Consistía en recortar las noticias interesantes que aparecían en los diarios y maquillarlas un poco para que se leyeran en los boletines. La redacción a mis órdenes era un muchacho de pelos engomados y amante de las catástrofes llamado Pascual. Había boletines cada hora, de un minuto, salvo los de mediodía y de las nueve, que eran de quince, pero nosotros preparábamos varios a la vez, de modo que yo andaba mucho en la calle, tomando cafecitos en la Colmena, alguna vez en clases, o en las oficinas de Radio Central, más animadas que las de mi trabajo.
Las dos estaciones de radio pertenecían al mismo dueño y eran vecinas, en la calle Belén, muy cerca de la Plaza San Martín. No se parecían en nada. Más bien, como esas hermanas de tragedia que han nacido, una, llena de gracias y, la otra, de defectos, se distinguían por sus contrastes. Radio Panamericana ocupaba el segundo piso y la azotea de un edificio flamante, y tenía, en su personal,
ambiciones y programación, cierto aire extranjerizante y snob, ínfulas de modernidad, de juventud, de aristocracia. Aunque sus locutores no eran argentinos (habría dicho Pedro Camacho) merecían serlo. Se pasaba mucha música, abundante jazz y rock y una pizca de clásica, sus ondas eran las que primero difundían en Lima los últimos éxitos de Nueva York y de Europa, pero tampoco desdeñaban la música latinoamericana siempre que tuviera un mínimo de sofisticación; la nacional era admitida con cautela y sólo al nivel del vals. Había programas de cierto relente intelectual, Semblanzas del Pasado, Comentarios Internacionales, e incluso en las emisiones frívolas, los Concursos de Preguntas o el Trampolín a la Fama, se notaba un afán de no incurrir en demasiada estupidez o vulgaridad. Una prueba de su inquietud cultural era ese Servicio de Informaciones que Pascual yo alimentábamos, en un altillo de madera construido en la azotea, desde el cual era posible divisar los basurales y las últimas ventanas teatinas de los techos limeños. Se llegaba hasta él por un ascensor cuyas puertas tenían la inquietante costumbre de abrirse antes de tiempo.
Radio Central, en cambio, se apretaba en una vieja casa llena de patios y de vericuetos, y bastaba oír a sus locutores desenfadados y abusadores de la jerga, para reconocer su vocación multitudinaria, plebeya, criollísima. Allí se propalaban pocas noticias y allí era reina y señora la música peruana, incluyendo a la andina, y
no era infrecuente que los cantantes indios de los coliseos participaran en esas emisiones abiertas al público que congregaban muchedumbres, desde horas antes, a las puertas del local. También estremecían sus ondas, con prodigalidad, la música tropical, la mexicana, la porteña, y sus programas eran simples, inimaginativos, eficaces: Pedidos Telefónicos, Serenatas de Cumpleaños, Chismografía del Mundo de la Farándula, el Acetato y el Cine. Pero su plato fuerte, repetido y caudaloso, lo que, según todas las encuestas, le aseguraba su enorme sintonía, eran los radioteatros.
Pasaban media docena al día, por lo menos, y a mí me divertía mucho espiar a los intérpretes cuando estaban radiándolos: actrices y actores declinantes, hambrientos, desastrados, cuyas voces juveniles, acariciadoras, cristalinas, diferían terriblemente de sus caras viejas, sus bocas amargas y sus ojos cansados. "El día que se instale la televisión en el Perú no les quedará otro camino que el suicidio", pronosticaba Genaro-hijo, señalándolos a través de los cristales del estudio, donde, como en una gran pecera, los libretos en las manos, se los veía formados en torno al micro, dispuestos a empezar el capítulo veinticuatro de "La familia Alvear". Y, en efecto, qué decepción se hubieran llevado esas amas de casa que se enternecían con la voz de Luciano Pando si hubieran visto su cuerpo contrahecho y su mirada estrábica, y qué decepción los jubilados a quienes el cadencioso rumor de Josefina Sánchez
despertaba recuerdos, si hubieran conocido su papada, sus bigotes, sus orejas aleteantes, sus várices. Pero la llegada de la televisión al Perú era aún remota y el discreto sustento de la fauna radioteatral parecía por el momento asegurado.
Siempre había tenido curiosidad por saber qué plumas manufacturaban esas seriales que entretenían las tardes de mi abuela, esas historias con las que solía darme de oídos donde mi tía Laura, mi tía Olga, mi tía Gaby o en las casas de mis numerosas primas, cuando iba a visitarlas (nuestra familia era bíblica, miraflorina, muy unida), Sospechaba que los radioteatros se importaban, pero me sorprendí al saber que los Genaros no los compraban en México ni en Argentina sino en Cuba. Los producía la CMQ, una suerte de imperio radiotelevisivo gobernado por Goar Mestre, un caballero de pelos plateados al que alguna vez, de paso por Lima, había visto cruzar los pasillos de Radio Panamericana solícitamente escoltado por los dueños y ante la mirada reverencial de todo el mundo. Había oído hablar tanto de la CMQ cubana a locutores, animadores y operadores de la Radio -para los que representaba algo mítico, lo que el Hollywood de la época para los cineastas- que Javier y yo, mientras tomábamos café en el Bransa, alguna vez habíamos dedicado un buen rato a fantasear sobre ese ejército de polígrafos que, allá, en la distante Habana de palmeras, playas paradisíacas, pistoleros y turistas, en las oficinas aireacondicionadas de la ciudadela
de Goar Mestre, debían de producir, ocho horas
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