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La Vera Historia De Purificación


Enviado por   •  6 de Noviembre de 2013  •  31.683 Palabras (127 Páginas)  •  365 Visitas

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La vera historia de Purificación Raquel Saguier

13

Por primera vez me he salido del molde. Por primera vez he dado un mal paso después de los tantos buenos como di en la vida. Siempre pensé que una cosa así debía dejar remordimientos. Ahora veo que es todo lo contrario: una felicidad noble, sin precedentes, inédita. Algo similar a lo que debió sentir el primer hombre en el primer contacto. Un placer que antes no existía, que él iba creando, creando en cada placer sensaciones nuevas. Primicias que unas manos sabias y musicales reparten sobre mis brazos, mis rodillas, sobre mis piernas. Me dibujan igual que si yo fuera saliendo de ellas. Y en ese instante sé exactamente quién soy; reconozco mi cuerpo, lo veo, lo escucho, lo siento otra vez como si regresara a él después de un largo viaje. Mientras todo lo demás va perdiendo consistencia, se evapora, es aire. Parajes enteros de mi vida, la vida entera, se han disuelto en una realidad tan vaga, tan lejana que casi me parece una ficción. [14]

Tampoco sé el tiempo que transcurrió, ni si fueron varias las horas o fue una sola, enorme hora multiplicada por la magia. El cucú cantó las tres pero sin indicar de cuál de las tres se trataba. Entonces fue cuando supe que el cielo no estaba tan lejos como yo creía, porque de alguna manera había ingresado en él, en una ingravidez lluviosa, de duración azul y casi infinita, donde no me acordaría que había olvidado lo que siempre debería recordar. Donde de pronto cesaban los minutos, maravillosamente iban cesando, retardándose uno a uno, cada vez más tenues, más suaves, como se agota una sombra, como desaparece un sueño, y empezaba aquella hora que no es de día ni es de noche, en la que sólo transcurrían sus manos. Empezaba aquel estar en todas partes sin estar en ninguna, sin pensar en nada, solamente sintiendo, o tal vez sólo pensando que necesitaría de todos los elementos del universo y ser al mismo tiempo agua, viento, arena y fuego para expresar lo que siento.

Y luego, ese universo no fue más que sonidos. Aquella melodía levemente ascendiendo sobre la música del agua. Él me dice que es Beethoven, la Novena Sinfonía que ahora se iniciaba apenas, con notas demoradas, lentas, hilvanando una frase vacilante aún y algo insegura del camino, y que luego, al llegar a cierto punto, cuando me había habituado a su pereza, bruscamente [15] cambiaba el rumbo, se hacía más rápida, más intensa, se hinchaba como si los violines la hubieran ido preñando por el camino y ya no se distinguían sus límites, ni su principio, ni su término.

Parecía que los instrumentos se hubieran puesto de acuerdo con aquellos dedos, dividiendo la caricia, multiplicándola, ejecutando los sortilegios necesarios para prolongar por un milenio el prodigio.

No es la música. Son sus manos las que suenan. Manos que inventan luciérnagas. Manos que pasan y arrastran fulgores. Me sería imposible decir qué les falta a esas manos para hablar. Casi nada les falta porque hablan. Me dejan correr por la piel esos acordes. Me los ponen como si fueran palabras. Y mucho tiempo después de que el placer se hubiera sosegado, conservo todavía sus resonancias. Aquel calor me seguía. No estaba definitivamente apagado sino que seguía y seguía, igual a esa lluvia increíble que hace dos siglos no para.

Quizá llueva como llovió toda la vida, pero ya no recuerdo otra lluvia, ni otro calor, ni otro silencio. [16] [17]

15

¿Y cuál sería el sentido de las dos tías en mitad de aquel silencio?

Porque de pronto, de alguna extraña manera que no sabría explicar, me las encontraba de nuevo. Eran ellas, no cabía duda, las dos tías con sus dos nombres de santas y un apellido de tan largo copete, que por línea bastante intrincada, colateral e inconexa, terminaba por emparentarse con la nobleza de España.

Las mismas que un día, con la condición de que respirara bajito, habían dado albergue, no a la sobrina lejana, sino a esa especie de errata clandestina que la vida cometía con ellas. En atención a que -mal que les pesara- yo pertenecía también al rebaño de los Vera, donde no había habido una sola oveja descarriada desde tiempos ignotos, y que en consecuencia, no correspondía que anduviera a los tropezones por esos andurriales de Dios.

Por un instante creí hallarme en la cueva de una pesadilla, pero no, porque mis [18] ojos estaban despiertos y ellos podían reconocerlas. Sí, allí estaban, todavía con sus rasgos de montaña, Santa Rosa y Santa Librada, guardando bajo siete llaves la honra de la huerfanita, mientras discutían la jerarquía de los pecados y crochereaban sin tregua, al punto de que cada mesa, mesita, mesada y cuanta superficie horizontal había en la casa, estaba cubierta con una carpeta del virtuoso tejido.

Santa Rosa y Santa Librada, las mismas de toda la vida, rancias, insensibles, recónditas, verdosas de tan viejas, sentadas sobre sus nalgas incólumes de acrisolada decencia, fácilmente acomodable ésta a una rutina sin hombres, ya que ninguno las había mirado dos veces; y cuya diversión permanente constituía el almacén de don Policarpo, justo ubicado a tiro de la tranquila impunidad de sus respectivas ventanas, desde donde se informaban no sólo de los usos y costumbres del local, sino incluso de su concurrencia, matando en el deleitoso trabajo de espiar la vida ajena, su infinito tiempo de solteronas.

Dos señoritas nuevas pobres -lo cual justificaban diciendo que habían decidido hacer voto de pobreza, aparte del de castidad- que si alguna vez tuvieron fortuna, tuvieron también dos hermanos bohemios, descreídos y radicalmente ineptos para ganar dinero: Juan Evangelista y Evangelista Juan, tan fanáticos opositores [19] al matrimonio y al gobierno, que vivían repitiendo este país no tiene arreglo, ni una cura de sueño lo salvaría, y ninguna falda merece que un hombre pierda su libertad por ella.

En cambio la cerveza era otra cosa. ¿En qué mujer hubieran podido encontrarse sus excelsas cualidades? Hembra de buen juicio, la cerveza, cuanto más fría al principio más caliente después, jamás envejece ni se pone agria, fiel como ninguna, dócil, complaciente, segura, grata al paladar y lista para servir sin exigencias de trapos. Además, recuerden que Adán no habría tomado esposa si antes no lo hubieran dopado.

Nunca estaban en la casa, y las pocas veces que estaban, mandaban decir que no estaban, ya que por lo general se trataba de algún cobrador impaciente.

Entraban y salían con la novedad de que siempre había un complot vernáculo nacionalista con ramificaciones en toda la república, que podía estallar en cualquier momento, de forma tal que un aldabonazo del cartero, una puerta cerrada

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