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Libro El Fantasma De Canter Ville


Enviado por   •  14 de Julio de 2013  •  10.503 Palabras (43 Páginas)  •  541 Visitas

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Cuando míster Hiram B. Otis , el ministro de América, compró Canterville-Chase,

todo el mundo le dijo que cometía una gran necedad, porque la finca estaba

embrujada.

Hasta el mismo lord Canterville, como hombre de la más escrupulosa honradez, se

creyó en el deber de participárselo a míster Otis, cuando llegaron a discutir las

condiciones.

-Nosotros mismos -dijo lord Canterville- nos hemos resistido en absoluto a vivir en

ese sitio desde la época en que mi tía abuela, la duquesa de Bolton, tuvo un desmayo,

del que nunca se repuso por completo, motivado por el espanto que experimentó al

sentir que dos manos de esqueleto se posaban sobre sus hombros, estando vistiéndose

para cenar. Me creo en el deber de decirle, míster Otis, que el fantasma ha sido visto

por varios miembros de mi familia, que viven actualmente, así como por el rector de

la parroquia, el reverendo Augusto Dampier, agregado del King's College, de Oxford.

Después del trágico accidente ocurrido a la duquesa, ninguna de las doncellas quiso

quedarse en casa, y lady Canterville no pudo ya conciliar el sueño, a causa de los

ruidos misteriosos que llegaban del corredor y de la biblioteca.

-Milord -respondió el ministro-, adquiriré el inmueble y el fantasma, bajo inventario.

Llego de un país moderno, en el que podemos tener todo cuanto el dinero es capaz de

proporcionar, y esos mozos nuestros, jóvenes y avispados, que recorren de parte a

parte el viejo continente, que se llevan los mejores actores de ustedes, y sus mejores

"prima donnas", estoy seguro de que si queda todavía un verdadero fantasma en

Europa vendrán a buscarlo enseguida para colocarlo en uno de nuestros museos

públicos o para pasearle por los caminos como un fenómeno.

-El fantasma existe, me lo temo -dijo lord Canterville, sonriendo-, aunque quizá se

resiste a las ofertas de los intrépidos empresarios de ustedes. Hace más de tres siglos

que se le conoce. Data, con precisión, de mil quinientos setenta y cuatro, y no deja de

mostrarse nunca cuando está a punto de ocurrir alguna defunción en la familia.

-¡Bah! Los médicos de cabecera hacen lo mismo, lord Canterville. Amigo mío, un

fantasma no puede existir, y no creo que las leyes de la Naturaleza admitan

excepciones en favor de la aristocracia inglesa.

-Realmente son ustedes muy naturales en América -dijo lord Canterville, que no

acababa de comprender la última observación de míster Otis-. Ahora bien: si le gusta

a usted tener un fantasma en casa, mejor que mejor. Acuérdese únicamente de que yo

le previne.

Algunas semanas después se cerró el trato, y a fines de estación el ministro y su

familia emprendieron el viaje a Canterville.

Mistres Otis, que con el nombre de miss Lucrecia R. Tappan, de la calle West, 52,

había sido una ilustre «beldad» de Nueva York, era todavía una mujer guapísima, de

edad regular, con unos ojos hermosos y un perfil soberbio.

Muchas damas americanas, cuando abandonan su país natal, adoptan aires de

persona atacada de una enfermedad crónica, y se figuran que eso es uno de los sellos

de distinción de Europa; pero mistress Otis no cayó nunca en ese error.

Tenía una naturaleza magnífica y una abundancia extraordinaria de vitalidad.

A decir verdad, era completamente inglesa bajo muchos aspectos, y hubiese podido

citársela en buena lid para sostener la tesis de que lo tenemos todo en común con

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América hoy día, excepto la lengua, como es de suponer.

Su hijo mayor, bautizado con el nombre de Washington por sus padres, en un

momento de patriotismo que él no cesaba de lamentar, era un muchacho rubio, de

bastante buena figura, que se había erigido en candidato a la diplomacia, dirigiendo

un cotillón en el casino de Newport durante tres temporadas seguidas, y aun en

Londres pasaba por ser bailarín excepcional.

Sus únicas debilidades eran las gardenias y la patria; aparte de esto, era

perfectamente sensato.

Miss Virginia E. Otis era una muchachita de quince años, esbelta y graciosa como un

cervatillo, con un bonito aire de despreocupación en sus grandes ojos azules.

Era una amazona maravillosa, y sobre su "poney" derrotó una vez en carreras al

viejo lord Bilton, dando dos veces la vuelta al parque, ganándole por caballo y medio,

precisamente frente a la estatua de Aquiles, lo cual provocó un entusiasmo tan

delirante en el joven duque de Cheshire, que la propuso acto continuo el matrimonio,

y sus tutores tuvieron que expedirle aquella misma noche a Elton, bañado en

lágrimas.

Después de Virginia venían dos gemelos, conocidos de ordinario con el nombre de

Estrellas y Bandas, porque se les encontraba siempre ostentándolas.

Eran unos niños encantadores, y, con el ministro, los únicos verdaderos republicanos

de la familia.

Como Canterville-Chase está a siete millas de Ascot, la estación más próxima,

míster Otis telegrafió que fueran a buscarle en coche descubierto, y emprendieron la

marcha en medio de la mayor alegría. Era una noche encantadora de julio, en que el

aire estaba aromado de olor a pinos.

De cuando en cuando oíase a una paloma arrullándose con su voz más dulce, o

entreveíase, entre la maraña y el fru-fru de los helechos, la pechuga de oro bruñido de

algún faisán.

Ligeras ardillas los espiaban desde lo alto de las hayas a su paso; unos conejos

corrían como exhalaciones a través de los matorrales o sobre los collados herbosos,

levantando su rabo blanco.

Sin embargo, no bien entraron en la avenida de Canterville-Chase, el cielo se cubrió

repentinamente de nubes. Un extraño silencio pareció invadir toda la atmósfera, una

gran bandada de cornejas cruzó calladamente por encima de sus cabezas, y antes de

que llegasen a la casa ya habían caído algunas gotas.

En los escalones se hallaba para recibirles una vieja, pulcramente vestida de seda

negra, con cofia y delantal blancos.

Era mistress Umney, el ama de gobierno que mistress Otis, a vivos requerimientos

de lady Canterville, accedió a conservar en su puesto.

Hizo una profunda reverencia a la familia cuando echaron pie a tierra, y dijo, con un

singular acento de los buenos tiempos antiguos:

-Les

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