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Pasajeros Al Norte- Yolanda Oreamuno


Enviado por   •  20 de Mayo de 2012  •  1.888 Palabras (8 Páginas)  •  831 Visitas

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PASAJEROS AL NORTE

Todo el que se embarca en avión es una pena que vuela. Nadie que no tenga un nudo en el corazón, un asunto urgente por resolver o un vértigo que lo empuje, deja la solidez de tierra firme por la zozobra constante del avión.

El lamento nostálgico del barco es cable que no se rompe entre el que se va y el que se queda. El hueco negro y espeso y maloliente entre el tajo del muelle y la panza del vapor es una esperanza tendida horizontal hasta el infinito, que se va haciendo verde, verde, conforme se aleja. Nada queda absolutamente roto cuando parte un barco. Se recuerda con fruición melancólica el último abrazo y la palabra consonante del blanco pañuelo en la distancia.

Pero la aritmética partida de un avión tiene un crujido de angustia. Casi somos números ante la frialdad elegante de los empleados del aeropuerto. Ni siquiera está enfrente, para irse acostumbrando a ella, la silueta del aparato. Se distraen los postreros instantes tomándose un high-ball en la cantina, rehuyendo los recuerdos y consultando la efectividad de un preparado contra el mareo. Nadie quiere saber qué parte. Se oye ronca, y desconocida, una voz en el micrófono del salón. "El avión del norte está a la vista". Todos corremos, nos ponemos nerviosos, nos angustiamos y crece voraz el deseo de que ya haya partido, de que todo sea irremediable, y de que la gran aventura haya dado principio. Dilatamos el beso, el abrazo o el apretón de manos de la despedida, para colocarlo justamente al borde del viaje, en la precisa inminencia, como para que algo, cálido aún, nos ate a lo irremisible. Luego: "Pasajeros para el norte, viaje 503, con rumbo a Managua, Tegucigalpa, Guatemala, Tapachula y Méjico, sírvanse pasar ".

Lo hemos dejado todo. Zumban las hélices, paran, vuelven a zumbar, y sobre su sonido electrizante pasa, goma contra pavimento, el ruido pastoso de las ruedas en la pista. Nos vamos. Algo muy hondo y vital nos jala a la tierra, algo que se descuaja al partir, algo que está más allá del llanto, mucho, pero mucho más fuerte aún que la presión sentimental de las personas que quedan abajo y que se han hecho de pronto, sin transiciones, microbios en la distancia. Es la elemental unión del hombre con la tierra que ha privado hasta entonces en su vida y que sólo una situación tan antinatural como el vuelo se atreve, retando el infinito, a romper. Es la tierra pujando contra el vacío que reclama su presa, es la violenta lucha de los elementos por una víctima que pretende, contra todo, escaparse a los dos. La tierra, la que pisamos siempre, la que nos dio comida y sustento, la que nos cubrirá un día, no nos quiere dejar ir, y grita, en un contacto de drama, que se va estirando, estirando hasta romperse, cuando las alas del avión han sobrepasado las más densas capas atmosféricas, y se internan en el aire enrarecido de la altura. Entonces quedamos varados en la nada.

Porque el avión no camina. Ni proporciona, falto de punto de comparación inmediato, la menor sensación de velocidad. Abajo apenas hay un paisaje tambaleante que cambia con lentitud. El paisaje se inclina, casi se voltea, las colinas se pierden en llano, y destacan las montañas, los lagos y los ríos, como únicos personajes del espectáculo. Señoreados por el mar. El que se sienta engrandecido por la altura, embriagado por el espectáculo y que no vea temblar algo en su ánimo desconcertado por el cambio instantáneo, violento y doloroso de proporciones, es un imbécil o un pedante. Ver para abajo da espanto, y sólo la costumbre del aviador que se siente señor de su vehículo puede desvirtuar la vertiginosa impresión.

En la cabina del avión todos tratamos de actuar con naturalidad. La indiferencia es la pose más elegante, es la pose del conocedor, del inmutable. Y para lograrla, nos acomodamos en los mullidos sillones con un cierto ronquido de satisfacción. Una mirada larga de adelante para atrás, da el tono de la concurrencia.

Crujen los cables, se desestabiliza el aparato y toda la estudiada postura naufraga en un gesto desesperado, que se agarra a los brazos del asiento buscando solidez en lo incierto de un bajonazo de muchos metros que nos levantó como pluma. Se enciende una luz de alarma frente a los pasajeros y un rótulo luminoso reza: "Ate si cinturón de seguridad". Nos amarramos al asiento todos, los indiferentes y los miedosos.

Y aquí estoy yo, nudo de angustia, una con mi silla, una con mi temor, vasto oído anhelante para los rugidos del viento, para los golpes de la lluvia en el cuerpo metálico del avión del que soy parte, para el mugir poderoso, isócrono y palpitante de los motores y de las hélices. Aquí estoy yo, en lo más grande y lo más frágil, sensible a la llamada de la tierra que me reclama, yo que he vertido el horror de oír para mi corazón en las noches insomnes, que he trasladado mi sensibilidad de la corriente de mis arterias al corazón mecánico y a la pujanza automática del avión. Y lo oigo con desesperación, anhelante, temiendo y esperando el momento en que el ruido sin modulaciones se altere, en que todo deje de ser y en que

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