Pito Perez
Enviado por 741852963147852 • 21 de Mayo de 2015 • 929 Palabras (4 Páginas) • 198 Visitas
participara de las dos profesiones y me hicieron acólito de la parroquia.
Así vestiría sotana, como el cura, y manejaría dineros como el
abogado, porque los acólitos son como los albaceas de los santos,
ya que en sus manos naufragan las limosnas que se colectan a la
hora de los oficios divinos. En mis funciones eclesiásticas fui cumplido
y respetuoso con los curas de la iglesia. Jamás di la espalda,
irreverentemente, al altar en que Nuestro Amo estaba manifiesto;
nunca eché semillas de chile al incensario, para hacer llorar al celebrante
y a los devotos que se le acercaban; ni me oriné por los rincones
de la sacristía, como los demás acólitos.
A la hora de las comidas, las gentes me veían pasar, rumbo a
mi casa, vestido con la sotana roja, y comentaban emocionadas:
“¡Ah, qué buen muchacho este de doña Conchita Gaona,
tan piadoso y tan seriecito!”
¿Y sabe usted por qué no me apeaba mi vestido de acólito?,
pues porque no tenía pantalones que ponerme y con las faldillas
de la sotana cubría mis desnudeces hasta los tobillos. Así aprendí
que los hábitos sirven para ocultar muchas cosas que a la luz del
día son inmorales.
Un tal Melquiades Ruiz, apodado San Dimas, era mi compañero
de oficio y, además, mi mentor de picardías.
Primero me enseñó a fumar hasta en el interior del templo, y
después a beberme el vino de las vinajeras. Decíanle San Dimas,
no porque fuera devoto del Buen Ladrón, sino por lo bueno de
ladrón que era. El muy taimado se pasaba la vida quemándome
las asentaderas con las brasas del incensario, y cuando yo protestaba,
me decía:
“Hermano Pito, el dolor es una penitencia por la cual tus
quemaduras te acercan al Señor; yo soy la justicia divina que castiga
tu lado flaco.”
“¡Pero fíjate en que es mi lado gordo el que me chamuscas,
grandísimo pendejo!”
Cierta vez vimos que un ranchero rico, de Turiran, echó en
el cepillo del Señor del Prendimiento una moneda de a peso, después
de rezar largamente, en acción de gracia, porque en sus tierras
no había helado.
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colección los ríos profundos
“Mira, Pito —me dijo San Dimas—, qué suerte tiene el
Señor del Prendimiento y con cuánto desdén recibe las dádivas
de sus fieles para que luego el señor cura las gaste en su propio
provecho. Ya oíste que quiere hacer un viaje a Morelia para comprarse,
con todo lo que caiga de limosnas en estos días, un mueble
de bejuco. ¿Qué te parece si nosotros madrugamos al cura y le
damos su llegón a la alcancía?”
San Dimas me convenció sin mucho esfuerzo. Él tenía cierto
dominio sobre mí, por ser de mayor edad que yo y por sus ojos
saltones que parecían de iluminado. Agregue usted a esto que mis
teorías sobre la propiedad privada nunca fueron muy estrictas,
y mucho menos tratándose de bienes terrenos de los santos,
que siempre me imaginé muy indulgentes con los menesterosos
y, además, sin personalidad legal reconocida para acusar a los
hombres ante los tribunales del fuero común.
—¿Y la conciencia, Pito Pérez?
—La tengo arrinconada en la covacha de los chismes inútiles.
—A la mañana siguiente
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