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Prosa Gabriela Mistral


Enviado por   •  11 de Febrero de 2014  •  34.749 Palabras (139 Páginas)  •  227 Visitas

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Prosa de Gabriela Mistral

Un hombre de México:

Alfonso Reyes

París, febrero de 1926

¡Desconcertante Alfonso Reyes!, hombre salido de nuestra América y en el cual no están los defectos del hombre de nuestros valles: la vehemencia, la Intolerancia, la cultura unilateral. Al revés de eso, una cordialidad fabulosa hacia los hombres Y las cosas, especie de amistad amorosa del mundo; paralelo con el amor de las criaturas, una riqueza de conocimiento del cual vive ese amor.

El ojo es el documento... La caricatura de la gordura de Reyes, la pipa de Reyes, la sonrisa de Reyes. Deja lo principal: el ojo húmedo de simpatía que no olvidará nunca quien lo haya visto.

La conversación, una fiesta. ¿Qué fiesta? ¡La del paisaje de Anáhuac que él ha reproducido en una prosa de esmalte: la luz aguda, el aire delgado, las formas vegetales heráldicas. Solidez y finura; antipatía, siempre presente, del exceso. Y la bondad, la bondad circulando por los motivos, suavizando aristas de juicios rotundos! Bondad sin los azúcares de la cortesanía y sin penacho retórico, también como de sangre que corre escondida, pero que se siente, tibia y presente.

Pero no sólo la charla coloreada, que el buen americano tiene siempre, sin otras cosas, además: la gravidez del pensamiento en cada rama fina de la frase. Una vida interior que se revela a cada paso, sin que él -que también es un pudoroso de su excelencia interior- lo busque. Detrás de la sonrisa se le descubre la tortura, que podemos llamar unamunesca, del hombre que la introspección sangra cotidianamente. Yo suelo recordar, oyéndolo, "la camisa del mil puntas cruentas" que dijo Rubén. Algo mejor que el ojo goloso de formas americano. Escardador de su "carne espiritual", entera se la conoce; como él ha palpado el contorno de su naranja de Tabasco, así palpa los contornos de su espíritu.

Mucho enriquecimiento le ha venido de los tres contactos mayores que se ha dado a sí mismo: el inglés, el español y el francés. Cavando en uno solo de esos suelos, por mucha suerte que tuviese en la cava, se le hubiesen quedado perdidos muchos hallazgos. Harto bien le allegaron su Chesterton -que tradujo- Mallarmé, cuyo ascetismo de belleza admira, su Góngora amado.

Y sube, sin brinco ambicioso. La Ifigenia cruel es lo mejor suyo, aunque tras ella esté la estupenda Visión de Anáhuac. Esta Ifigenia andará poco zarandeada en muchos comentarios, que es agua de hondura inefable, y quienes no bajaron con él a la cisterna negra no sabrán gozarla.

Y el divulgador que divulga con fácil donosura -una especie de profesor a lo Renan, lo suyo-, la historia de México, la flora de México, la revolución de México. Tendría para lo didáctico, si quisiera ejercerlo, el juicio agudo y la expresión bella. ¡Cómo le envidiaría un geógrafo la descripción de la meseta de Anáhuac! Tiene la disertación suya una ceñidura sobria que le da toda la autoridad de lo docente; y para alejarle la antipatía de lo docente, ahí está la gracia, presente.

¡Y vaya que le sirve a un diplomático el saber decir bien lo suyo en un medio de agudas exigencias mentales, y de dar, deleitando, la historia de su país en una conferencia de la Sorbona!

Se recuerda la vieja disputa: ¿es mejor que un pueblo de conjuntos estimables -Suiza, Estados Unidos- o que dé, como una tela preciosa y breve, unos cuantos individuos selectos? México en el pasado ha sido individualista, y se defiende con unos cuantos hombres, aplastando el reparo de que su conjunto humano no es homogéneo: un Nervo, un Vasconcelos, un Alfonso Reyes, un Caso. ¡Y aquella extraordinaria Sor Juana!

¡Qué hermosa planta americana, más cafeto que plátano, cafeto de menudo grano acendrado!

Edwards Bello me decía:

-Es el mejor diplomático hispanoamericano.

Y yo:

-Si pudiera ser eso: un Ministro de México y de la América del Sur además...

CASTILLA

I

Me despierto en el nocturno de Barcelona a Madrid, a la exclamación amiga de: "¡Vamos atravesando Castilla!". La ventanilla deja ver una miseria de tierra cansada, que el alba hace más mezquina todavía, tierra con no sé qué del menesteroso humano, que la niebla desnuda a medias, rompiéndose sobre ella también como túnica pobre. Me levanto; aparece en el horizonte Sigüenza, la Sigüenza crestada y dura de torres y murallas, que me bautiza el ojo en ciudades castellanas.

Sigo mirando tres horas por la ventanilla del tren y mis ojos, que vienen llenos de Mediterráneo, es decir de índigo y sol, rechazan mucho tiempo este paisaje, a trechos de ceniza, a trechos de cobre de yelmo viejo. Y es que Castilla no se conoce sino en extensión; como Kempis, deprime en mi versículo.

Comienzo a verla cuando salgo de Madrid hacia el Escorial. Castilla casi no es una tierra, es una norma: no se la olfatea como el platanar del trópico ni se la palpa con los ojos como a la pradera norteamericana: se la piensa; nacen conceptos de ella, en vez de olores; en lugar de la fertilidad del humus, los huesos de sus muertos hacen su fertilidad de fiebre. Recuerdo las palabras de un francés:

"Esa Castilla que yo he visto, pero que debe ser tremenda tierra, ha enloquecido de abstracciones a vuestro "Unamuno". Como antes al Greco, contesté; y está bien entre tantas mentes jugosas y abundantes, esa seca y febril de Salamanca.

Dejamos atrás la mancha verde de los parques, donde caza el Rey, y hacia el Escorial, la llanura se va desnudando: entran en el ojo las austeridades, hasta que la enorme fábrica aparece.

El Escorial debe al paisaje la mitad de su emoción; es solamente una estrofa de la meseta. Me acuerdo de un rojo escudo medieval de museo florentino. Tenía, al centro, hincada una gran espina de bronce, que lo hacía más desnudo y vigoroso. Así aparece, para marcar mejor la dureza de la llanura, el Escorial.

Me sorbió como una gota por sus gargantas heladas de corredores, dándome esa sensación con que he cruzado todas las fortalezas, la de llevar un manto de bronce sobre mis pobres hombros no domiciliados en la grandeza.

La Iglesia abruma con sus frescos ostentosos, cuya colocación se pelea con la enjutez insigne de la piedra; la sepultura de los reyes, en la entraña más fría del palacio, me dio el espanto de la corrupción en la sombra. Mi alivio fue entrar a los aposentos de Felipe, que son de una intimidad llena de pesadumbre. Toqué con emoción los sillones, suaves de muerte, la pequeña mesa en que se firmaban los destinos de la América; me llené de piedad delante del lecho. Ahí se deshizo de cáncer el hombre real, bajo su misma

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