Redaccion

Eran las nueve de la mañana de un soleado lunes de abril, me levanté, tomé un café, cargué las maletas en el coche me puse en marcha y me dirigí hacia el aeropuerto. Como de costumbre las carreteras de la capital eran caóticas, había una descomunal acumulación de vehículos dirigidos por malhumorados funcionarios, agobiadas amas de casa y despistados octogenarios.

Al cabo de una larga hora llegué a mi destino,comprobé mi billete y vi que mi avión no salia hacia Toulouse hasta las doce del mediodía así que al terminar de facturar mi equipaje me puse lo más cómoda que pude y me adentré en la lectura de mi libro favorito hasta que un molesto ruido me arruinó mi bonita fantasía, aquel molesto sonido era la alarma de mi reloj que me indicaba que ya era hora de ir a embarcar.

Desde la ventana pude ver como aquella gran ciudad se hacía cada vez más y más pequeña, las casas, los rascacielos, los parques...todo se volvía diminuto.

Pasadas dos horas de vuelo, aterrizamos y fui a la búsqueda de mi equipaje. Al salir de aquel bullicio cogí un taxi y mediante una mezcla entre francés y español conseguí darle las indicaciones correctas al conductor para que me llevara al hotel donde me iba a hospedar durante un mes. Una vez allí, lo primero que hice fue tumbarme en aquella blanda y suave cama, estaba exhausta.

Al día siguiente fui a dar un paseo

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