Resumen Cuento Tomas Carrasquilla
Enviado por • 25 de Septiembre de 2014 • 483 Palabras (2 Páginas) • 513 Visitas
casa de Arcila. Lo mismo fué saber que embelecarse. So pretexto de buscar un cerdo que dizque se le había remontado, fuése a las lavadoras de oro, y con la labia y el disimulo del mundo, les sonsacó todas las mañas y particularidades del oficio. Ese mismo día se hizo a batea, y viérais a la rolliza campesina, con las sayas anudadas a guisa de bragas, zambullida hasta el muslo, garridamente repechada, haciéndole bailar a la batea la danza del oro con la siniestra mano, mientras que con la diestra iba chorreando el agua sobre la fina arena, donde asomaban los ruedos oscuros de la jagua. Al domingo siguiente cambió el oro, y cuál se le ensancharía el cuajo cuando tuvo amarrados, a pico de pañuelo, treinta y seis reales de un boleo.
Dada a la minería pasara su vida entera, a no ser por un cólico que la retuvo en cama varios días, y que le repitió más violento al volver al oficio. Mas no cedió en su propósito; mandó entonces a la Eduvigis, a quien le sentaron muy bien las aguas de La Cristalina. Mientras la hija pasaba de sol a sol en la mazamorrería, la madre cargaba con todo el brete de la finca. ¡Y tan campantes y satisfechas!...
Más rastro deja en un espejo la imagen reflejada, que en el ánimo de Rufa las noticias sobre la guerra, que oía en el pueblo los domingos y los dos días de semana en que iba a sus ventas. Lo que fué del Caratejo, no llegó a preocuparse hasta el grado de indagar por el lugar de su paradero. Bien confirmaba esta esposa que las ternuras y blandicies de alma son necesidades de los blancos de la ciudad, y un lujo superfluo para el pobre campesino.
Envueltos en la niebla, arrebujados y borrosos, mostrábanse riscos y praderas; la casa de la finca semejaba un esbozo de paisaje a dos tintas; a trechos se percibían los vallados y chambas de la huerta, las aristas del techo, el alto andamio del gallinero; sólo alcanzaban a destacarse con alguna precisión los cuernos del ganado, rígidos y oscuros, rompiendo esas vaguedades, cual la noción del diablo la bruma de una mente infantil. A la quejumbrosa melodía de los recentales, acorralados y ateridos, contestaban desde afuera los bajos profundos y cariñosos de las madres, mientras que Rufa y Eduvigis renegaban, si Dios tenía qué, en las bregas y afanes del ordeño. Eduvigis, en cuclillas, remangada hasta las axilas, cubierta la cabeza con enorme pañuelo de pintajos, hacía saltar de una ubre al cuenco amarillento de la cuyabra, el chorro humeante y cadencioso. Un hálito de vida, de salud se exhalaba de aquel fondo espumoso. Casi colmaba la vasija, cuando un grito agudo, prolongado adrede, rasgó la densidad de esa atmósfera. La moza se suspende; el grito se repite más agudo todavía. "¡Mi taita!", exclama la Eduvigis, y sin pensa
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