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Resumen del libro la noche en la zona M


Enviado por   •  24 de Octubre de 2020  •  Resumen  •  15.599 Palabras (63 Páginas)  •  2.173 Visitas

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Capítulo 1

LA HUIDA

Corremos por las calles vacías. Corremos a oscuras.
O al menos tratamos de correr.

Así que mejor lo digo así

Vamos tan rápido como podemos, con todas las ganas de correr, pero más bien despacio. Con miedo por las calles oscuras y vacías.
Calles que, además, no conocemos. Ni Plebe ni el Sombra ni yo habíamos llegado tan lejos en nuestras vidas. Mi abuela y Celeste tal vez hayan pasado por aquí hace muchos años, antes de que se cayera el mundo, pero todo debe ser distinto. Todo está deshecho. Las calles rotas y llenas de agujeros están entre edificios derruidos, abandonados, en ruinas. Esta es zona M, de las que separan a un reino de otro. No es parte del Centro ni de Xoco ni de nada.
No se puede vivir aquí. Los que quieren cruzar una zona M, para vender cosas en otro reino, traer algo, lo que sea, organizan una caravana: consiguen carros, gente que tire de ellos, y le compran protección a la Tropa. Un capitán y sus soldados, bien armados, se suben a los carros y el grupo se pone en camino a toda velocidad . Y todo lo hacen de día.
¿Por qué tanto miedo? Muy de vez en cuando hay bandas que asaltan a alguna caravana, sí, pero lo peor no es eso. Son los monstruos.
Las zonas M no tienen ese nombre nada más porque sí.—¿Seguimos adelante? —le pregunto en voz baja a Celeste. Realmente espero que todavía pueda localizar por dónde vamos.—Sí —dice ella, en el audífono que tengo en mi oído. Y como si me hubiera leído la mente—. Todavía puedo calcular nuestra posición. Seguimos dentro del alcance de los transmisores del Centro. No hace falta más que determinar…—No me expliques ahora —le pido.—Perdón.
Nosotras hubiéramos comprado pasaje en una caravana, hubiéramos salido de día, con protección de la Tropa, de no ser porque estamos huyendo de la Tropa.
Una señora mayor, dos muchachas de catorce, un soldado de quince .Y Celeste, de quien la Tropa no sabe nada.
Y la caja de Celeste, que llevo en la espalda junto con mi mochila, y que contiene el Tesoro. Lo más valioso que ha dado el reino del Centro.
Plebe va delante. Por ahora, sólo ella tiene encendida su linterna. Tenemos esa luz y un trozo de luna en el cielo para ver dónde pisamos. La seguimos con mucho cuidado. Vamos pegadas a la pared. Como ratas. No hay de otra. Y no seguimos una ruta de las que usa la Tropa: Celeste nos inventó otra, por lugares más escondidos. Calles más angostas, más llenas de restos. Ahora entiendo que estamos en una parte que siempre se saltan en las películas sobre viajes largos y peligrosos: no hemos llegado todavía a donde vamos, no estamos a punto de empezar una pelea, y no queremos que nos pase nada emocionante. Sólo queremos avanzar. Ir un poco más allá antes de que amanezca.
Y que no nos alcancen quienes nos persiguen. Que no nos obliguen a volver. Y que tampoco nos quieran castigar aquí mismo. No debería, pero pienso en eso y se me ocurren cosas muy feas. Por ejemplo, cuando los soldados matan a alguien en el Centro recogen el cuerpo. ¿Pero acá? ¿Qué tal si acá no les da la gana cargarnos de regreso y nomás nos dejan aquí para que nos echemos a perder o nos coma alguien… o algo…?
Plebe se detiene antes de llegar a un cruce. Las demás también nos detenemos. Mi abuela alcanza a Plebe y las dos hablan en voz tan baja como pueden. El Sombra y yo nos acercamos también. Lo que vamos a cruzar es una avenida, tres o cuatro veces más ancha que la calle por la que vamos. Plebe señala un edificio de cinco pisos más allá del cruce.—¿Crees que hay alguien adentro? —digo, en voz tan baja como puedo—. ¿Viste algo?—Miren despacio alrededor —nos pide Celeste, y Plebe y yo lo hacemos. Nuestras diademas tienen sus cámaras encendidas: Celeste ve lo que vemos nosotras, es decir, muy poco. ¡Esto está mucho más oscuro que el mismo Centro!
En las películas, las calles como éstas están llenas de luces y son planas, y hay miles de carros de motor que se mueven solos sobre ellas, sin que nadie los jale o los empuje. Hay gente en cada uno de los edificios, que además tienen techos y puertas que se cierran. En una calle así podríamos ver. Pero también podrían vernos, incluso con los mantos especiales, negros, que nos consiguió el Sombra.—No vi nada —me dice Plebe cuando acabamos de mirar despacio hacia Celeste—. Es que los edificios están altos.—Si aquí damos vuelta a la izquierda nos vamos a empezar a desviar — dice Celeste—. Tarde o temprano tendremos que ir más hacia el oeste, a la derecha. Pero todavía no hace falta. Según mi mapa, ésta debe ser la calle de Tajín. ¿Sí es?
Quiero contestarle que cómo voy a saber, pero en vez de hacerlo miro de nuevo a mi alrededor. No tiene sentido sacar mi mapa impreso: es el mismo que tiene Celeste. Me pongo a revisar la pared a mi lado. Estoy pensando en las placas de metal con nombres escritos que todavía se encuentran pegadas en algunas esquinas del Centro. Aquí ya he visto una o dos.
¡Sí hay una placa! Con un gesto le pido a Plebe que la alumbre por un segundo.—Tajín —leo—. Sí.—Es el nombre de una ciudad muy antigua —dice Celeste—. Fue capital de un imperio hace más de dos mil años. Si todavía existe debe ser una ruina. Como acá. Pero, bueno…—¿Qué hacemos? —dice Plebe.—Sigo pensando que podríamos seguir adelante —dice Celeste.—Vamos rápido —digo yo.
Entonces se oye un grito. Alguien nos llama. Me parece que es la voz del Nueve. Detrás se oye también otra voz. El Urko, a lo mejor…
¡No nos han perdido el rastro todavía! Plebe apaga su linterna.

Ahora estoy viendo que todo lo que dicen, absolutamente todo, es cierto. Tiene forma humana. Más o menos. Está hecho de carne y de otra cosa.
Oigo los engranes y veo las manos. Una de sus manos no es mano en realidad, sino una pinza. Veo los ojos que son redondos, lentes negros, como de cámara.

Capítulo 2

CELESTE, QUINCE DÍAS ANTES

Es sorprendente lo mucho que puede cambiar tu vida en dos semanas.—¿Ya estoy anotada para ir? —me pregunta Sita.—Ya —le contesto.—¿Segura?
Se parece mucho a Lucina, su abuela. No sólo físicamente: no sólo por su cara redonda, su piel morena, sus hombros anchos, su cabello oscuro y lacio, que sería tan abundante como el de ella si lo dejara crecer. No sólo por el diente chueco que tienen las dos, a la mitad de los incisivos, y que es una de las causas por las que ambas sonríen poco, y casi nunca se permiten reír. A su modo, también es igual de ansiosa: tiene la misma voluntad que se agita y no se queda quieta.—Sí, segura. ¿Estás segura tú de que quieres ir a eso?
No me contesta porque ya está llegando a la puerta de entrada. Allí la espera su escolta: tres soldados de los más jóvenes, de doce o trece años a lo más, que no saben que habla conmigo…, ni, de hecho, que yo existo. Sólo saben que tienen la orden de salir en este momento y que Sita va a acompañarlos. Y como es mejor que sigan así, Sita y yo aplicamos un consejo de su abuela: ser discretas. Nos quedamos calladas.
Ahora, escucha bien: está muy mal que la señora te diga eso, porque tú no eres así…—Y más te vale que no lo seas nunca —agregó Lucina, para arruinar cualquier efecto tranquilizador de mi explicación.
Aquella mujer que odiaba a Sita lleva años muerta, pero el apodo se quedó, y la nieta, que de nacimiento se llamó Carmen, tomó la costumbre desde que aprendió a hablar. Sin embargo, Sita sí encontró el modo de contraatacarla a ella:—A lo mejor —le dije, cuando me pidió ayuda— te sirve plebeya, que es lo contrario de princesa, o sea, la hija de alguien sin importancia. Alguien que no vale nada.
Y Sita le dijo y le dijo y le dijo plebeya, o plebe, hasta que todos terminaron por llamarla así.
Y las dos se quieren mucho y son las mejores amigas.—¿Te tocó venir? Vámonos —dice Plebe.—Lo que sea —responde Sita— con tal de no estar ahí adentro.—Realmente no es más que una clase con tu abuela —le digo en el oído, a través de su audífono—. Por otra parte, bueno, vas a tener más video. No olvides encender la cámara.
Esa grosería es nueva: posterior a la caída, al contrario de otras como pinche o pendejo. Estoy casi segura de que se refiere a Aquellos, a la gente que se fue, y ahora se me ocurre que podría preguntarle a Sita cómo la aprendió, dónde, de quién…, pero si se disgusta cuando empiezo a hablar de datos raros o personajes históricos, no quiero ni pensar cómo se pondría si me pusiera a interrogarla sobre cuestiones de lingüística y filología.—Cuando te casen con el Tuercas —le dice el Nueve, con rencor—, él te va a domar con un solo dedo.
¡Pedazo de animal…! Pero Sita reacciona de inmediato:—¿Cuál dedo, Nueve? ¿El que tú no tienes o el que te cortaron? —dice, y el chico enrojece, tartamudea, no puede responder mientras las chicas, sus compañeros y hasta el Eskín y la gente de tiro se ríen de él.—¿Y de dónde sacas esas babosadas tú, Nueve? —dice Plebe, cuando ha dejado de reír.—Pues andan diciendo —contesta él haciendo muecas.—¿Quiénes?—Unos.—Ay, sí, ajá.—Cuando vuelvan Aquellos pasará eso —se burla Plebe.—Oigan, ya estamos llegando —dice uno de los hombres de tiro. El Eskín jala las riendas.
El carro cambia de carril sobre la avenida, pasando por encima de los restos de un camellón, para detenerse ante una plaza pequeña, delante de un edificio abandonado. Sobre la entrada del edificio todavía se leen las palabras «OFICINA CENTRAL DEL REGISTRO CIVIL», y no está en tan mal estado, pero no se usa.

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