Un Sueño Realizado Juan Carlos Onetti
Enviado por Dohawasfi • 29 de Abril de 2014 • 5.866 Palabras (24 Páginas) • 379 Visitas
Juan Carlos Onetti
La broma la había inventando Blanes; venía a mi despacho – en los tiempos
en que yo tenía despacho y al café cuando las cosas iban mal y había dejado de tenerlo – y parado sobre la alfombra, con un puño apoyado en el
escritorio, la corbata de lindos colores sujeta a la camisa con un broche de oro y aquella cabeza – cuadrada, afcitada, con ojos oscuros que no podían
sostener la atención más de un minuto y se aflojaban en seguida como si Blanes estuviera a punto de dormirse o recordara algún momento limpio y
sentimental de su vida que, desde luego, nunca había podido tener –,
aquella cabeza sin una sola partícula superflua alzada contra la pared
cubierta de retratos y carteles, me dejaba hablar y comentaba redondeando
la boca:
—Porque usted, naturalmente, se arruinó dando el Hamlet—. O también: —
Sí, ya sabemos. Se ha sacrificado siempre por el arte y si no fuera por su
enloquecido amor por el Hamlet...
Y yo me pasé todo ese montón de años aguantando tanta miserable gente,
autores y actores y actrices y dueños de teatro y críticos de los diarios y la
familia, los amigos y los amantes de todos ellos, todo ese tiempo perdiendo
y ganando un dinero que Dios y yo sabíamos que era necesario que volviera
a perder en la próxima temporada, con aquella gota de agua en la cabeza
pelada, aquel puño en las costillas, aquel trago agridulce, aquella burla no comprendida del todo de Blanes:
—Sí, claro. Las locuras a que lo ha llevado su desmedido amor por Hamlet...
Si la primera vez le hubiera preguntado por el sentido de aquello, si le
hubiera confesado que sabía tanto del Hamlet como de conocer el dinero
que puede dar una comedia desde su primera lectura, se habría acabado el
chiste. Pero tuve miedo a la multitud de bromas no nacidas que haría saltar
mi pregunta y solo hice una mueca y lo mandé a paseo. Y así fue que pude
vivir los veinte años sin saber qué era el Hamlet, sin haberlo leído, pero
sabiendo, por la intención que veía en la cara y el balanceo de la cabeza de
Blanes, que el Hamlet era el arte, el arte puro, el gran arte, y sabiendo
también, porque me fui empapando de eso sin darme cuenta, que era
además un actor o una actriz, en este caso siempre una actriz con caderas
ridículas, vestido de negro con ropas ajustadas, una calavera, un cementerio,
un duelo, una venganza, una muchachita que se ahoga. Y también W. Shakespeare.
Por eso, cuando ahora, solo ahora, con una peluca rubia peinada al medio
que prefiero no sacarme para dormir, una dentadura que nunca logró
venirme bien del todo y que me hace silbar y hablar con mimo, me encontré
en la biblioteca de este asilo para gente de teatro arruinada al que dan un
nombre más presentable, aquel libro tan pequeño encuadernado en azul
oscuro donde había unas hundidas letras doradas que decían Hantlet, me
senté en un sillón sin abrir el libro, resuelto a no abrir nunca el libro y a no
leer una sola línea, pensando en Blanes, en que así me vengaba de su
broma, y en la noche en que Blanes fue a encontrarme en el hotel de alguna
capital de provincia y, después de dejarme hablar, fumando y mirando el
techo y la gente que entraba en el salón, hizo sobresalir los labios para decirme, delante de la pobre loca:
—Y pensar. .. Un tipo como usted que se arruinó por el Hamlet.
Lo había citado en el hotel para que se hiciera cargo de un personaje en un
rápido disparate que se llamaba, me pareee, Sueño Realizado. En el reparto
de la locura aquella había un galán sin nombre y este galán solo podía
hacerlo Blanes porque cuando la mujer vino a verme no quedábamos allí más que él y yo; el resto de la compañía pudo escapar a Buenos Aires.
La mujer había estado en el hotel a mediodía y como yo estaba durmiendo,
había vuelto a la hora que era, para ella y todo el mundo en aquella provincia
caliente, la del fin de la siesta y en la que yo estaba en el lugar más fresco
del comedor comiendo una milanesa redonda y tomando vino blanco, lo
único bueno que podía tomarse allí. No voy a decir que a la primera mirada—
cuando se detuvo en el halo de calor de la puerta encortinada, dilatando los
ojos en la sombra del comedor y el mozo le señaló mi mesa y en seguida ella
empezó a andar en línea recta hacia mí con remolinos de la pollera—yo
adiviné lo que había adentro de la mujer ni aquella cosa como una cinta
blanduzca y fofa de locura que había ido desenvolviendo, arrancando con
suaves tirones, como si fuese una venda pegada a una herida, de sus años
pasados, solitarios, para venir a fajarme con ella, como a una momia, a mí y
a algunos de los días pasados en aquel sitio aburrido, tan abrumado de
gente gorda y mal vestida. Pero había, sí, algo en la sonrisa de la mujer que
me ponía nervioso, y me era imposible sostener los ojos en sus pequeños
dientes irregulares exhibidos como los de un niño que duerme y respira con
la boca abierta. Tenía el pelo casi gris peinado en trenzas enroscadas y su
vestido correspondía a una vieja moda; pero no era el que se hubiera puesto
una señora en los tiempos en que fue inventado, sino, también esto, el que
hubiera usado entonces una adolescente. Tenía una pollera hasta los
zapatos, de aquellos que llaman botas o botinas, larga, oscura, que se iba
abriendo cuando ella caminaba y se encogía y volvía a temblar al paso
inmediato. La blusa tenía encajes y era ajustada, con un gran camafeo entre
los senos agudos de muchacha y la blusa y la pollera se unían y estaban
divididas por una rosa en la cintura, tal vez artificial ahora que pienso, una
...