Yo, el hikikomori
Enviado por Angela Gabrielle Guzman Pacheco • 30 de Septiembre de 2019 • Informe • 18.843 Palabras (76 Páginas) • 229 Visitas
Yo, el hikikomori
Fernando Claudín
La advertencia del gigante
Todo me da igual, pensó Aito, dando la espalda a ese gigante que le hablaba con su voz de vendaval, y se puso a caminar por Tokio.
La ciudad que veía no era real.
No tenía sentido que los coches se hubiesen detenido en la calle. Y las personas parecían estatuas.
Estoy solo y desnudo en una ciudad de piedra, se dijo, y siguió andando sobre el asfalto, que no resultaba frío ni caliente. ¡Ni siquiera lo sentía bajo sus pies!
Como si flotase...
En los videojuegos era un héroe. Se sentía bien, importante.
Al final siempre ganaba. Tan sólo debía repetir las pruebas para superarlas. Se aprendía de memoria los atajos, los trucos, los peligros. Hasta que no había más sorpresas.
Esto no es un videojuego, decidió, mientras deambulaba por esa ciudad inmóvil, que no olía ni sonaba, como si se hubiese apagado su fuente de alimentación, igual que una imagen congelada.
-Tokio ha muerto –dijo, y su propia voz le asustó.
-¡Tú estás muerto! –dijo el gigante, arrojándole el aliento al cogote.
Entonces Aito echó a correr. Necesitaba huir del gigante. ¡No soportaba su presencia ni el temor que le infundían sus acusadoras palabras!
¿Qué estaba pasando?
¿Por qué no aparecía game over para empezar de nuevo, evitando los errores que le impedían pasar a otra pantalla?
Aquello era una pesadilla. Estaba atrapado…
Un ejército de uniformes sin rostro
Mientras corría por las calles, esquivando a las personas y los coches petrificados, Aito observó que Tokio se llenaba de niños...
Sus antiguos compañeros de colegio, a los que trataba todos los días en la vida normal.
Lucían el impecable uniforme escolar que también llevaba él cuando se volvía loco por sacar las mejores calificaciones, ser buen deportista y tener muchos amigos.
Se detuvo, resoplando. Estaba empapado. ¿Por qué no sentía su propio sudor? ¡No era frío ni caliente, húmedo ni seco! ¡Como si no fuese suyo, sino de un personaje de videojuego! Aunque aquello era una pesadilla…
¡Quiero despertarme!, exclamó para sus adentros.
Necesitaba comprobar que estaba tumbado en la cama, delante de la pantalla, con los mandos de la consola al alcance de la mano.
Saber que nada había cambiado…
Los escolares formaban filas perfectas. ¡Componían un ejército invasor que iba a aplastarle en cualquier momento!
Parecían soldaditos de plomo. Reparó en cada uno de ellos, tratando de reconocer sus caras, en vano. En lugar de rostro tenían un borrón oscuro. Una mancha de tinta.
Aito sintió miedo.
¿Qué sentido tenía todo aquello?
Entonces volvió a experimentar la angustia que le asaltaba en el pasado.
La viga de acero martilleándole en la cabeza: Obedecer y ser responsable. Competir.
Correr, correr y correr. Ser aceptado. Llegar a tiempo a la meta.
¡La presión de vivir, qué horror!
Antes lo importante no eran los videojuegos, sino las malditas calificaciones del colegio, destacar, cumplir, ser perfecto, ser genial, ser el mejor.
¿Por qué la pesadilla había resucitado esa angustia?
¿Dónde estaban los videojuegos? Sólo podía respirar al hallarse atrapado en sus laberintos, sus paisajes, sus escaleras, sus saltos, sus disparos, sus golpes.
Sólo allí, en su realidad previsible…
Las filas de escolares empezaron a rodearle, marcando el paso, con pisadas tan firmes que hacían retumbar el asfalto de Tokio, pum-pum-pum, machaconamente, pum-pum-pum.
Avanzaban como una apisonadora.
Al verse cercado por los uniformes, Aito apretó los puños, impotente.
Los niños levantaron el brazo y le apuntaron con el dedo, al tiempo que exclamaban, en un tono de burla y desprecio:
-¡Hikikomori! ¡Sucio hikikomori! ¡Apestoso hikikomori! ¡Maldito hikikomori! Aito sintió que le flaqueaban las piernas.
Cuando estaba a punto de desmayarse, se puso a gritar, con rabia, sacudiendo las manos y pataleando.
La cólera tenía un sabor amargo, le ardía en la garganta y le abrasaba el vientre. ¡Era un fuego devastador!
Gritó tan fuerte que el cielo de Tokio se resquebrajó bruscamente, como si estuviese fabricado con ladrillo y yeso, y hubo un diluvio de cascotes que se precipitaron sobre el asfalto, sepultando al ejército de uniformes escolares.
Aito miró a su alrededor, expectante.
¿Dónde estaban sus antiguos compañeros? ¿Realmente el cielo se había desplomado sobre la ciudad?
Al comprender lo que había sucedido, se sintió desengañado. El cielo de Tokio no era de ladrillo y yeso. Su grito enloquecido no había provocado que se resquebrajase. El diluvio de cascotes era una inofensiva lluvia de pompas de jabón con forma de regla, escuadra y cartabón, que no hizo el menor daño al ejército de uniformes escolares.
Los niños rompieron a reír ruidosamente, entre las inofensivas pompas de jabón, y le señalaron con el dedo, exclamando al unísono, en un tono de burla y desprecio:
-¡Hikikomori! ¡Sucio hikikomori! ¡Apestoso hikikomori! ¡Maldito hikikomori!
Aito se tapó los ojos para no ver. Y se tapó las orejas para no oír. Pero sus manos eran demasiado pequeñas y seguía viendo y oyendo a sus antiguos compañeros de colegio, que eran normales y corrientes, cumplían las normas y hacían todo lo que se esperaba de ellos.
Había que aceptar la realidad. El mundo era una carrera de obstáculos. Estaba obligado a sacar las mejores calificaciones, llevar el uniforme bien planchado, ser simpático, popular, un deportista fenomenal y el más aplicado en las actividades extraescolares, tener un hermano guay, el padre más rico, la madre más cariñosa, la casa más grande y encima pasar las vacaciones en el lugar más exótico y tener los zapatos y los juguetes más caros y lo último de lo último en accesorios tecnológicos.
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