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La muerte de Venus


Enviado por   •  15 de Junio de 2017  •  Ensayo  •  847 Palabras (4 Páginas)  •  258 Visitas

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Nombre: Rafael García Gaviño

Lectura: La Muerte de Venus

Materia: T. L.  y R.

Enero – Abril 2012

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Primavera

La primavera duraba ya veinte años: las gentes vestían muy elegante, conversaban con viveza y vivían con alegría. La catástrofe se había tornado bendición: el ataque de los turcos y su ocupación de Bizancio había empujado hacia Occidente a una plétora de humanistas que trajeron a Europa los textos de Platón, Aristóteles e incluso Hermes Trimegisto, sembrando el germen de un renacido interés por los gustos clásicos.

Las ciudades italia llevaba tres siglos dedicándose al comercio y las artes liberales. Las signorias encargaban grandes frescos murales para los palazzi municipales, en los que se representaban el buen y el mal gobierno, la vida rural y la urbana, lo profano y lo sagrado.

Ciudad de Florencia, 1470.

Sandro Botticelli le gustaba mirar pasar a la gente. Se había graduado como maestro en la cofradía de pintores y empezaba a recibir encargos importantes de los conventos florentinos que solían emplear a su maestro Lorenzo Medici sucedió a su padre en el gobierno de la ciudad más pagana de Occidente. Así pues, el hijo del tintorero había subido un peldaño y, sin dejar de ser un hombre que trabajaba con las manos, había alcanzado la maestría en uno de los oficios que la época miraba con respeto especial: la pintura.

Una mañana Sandro había decidido dar un paseo. Tenía su carácter esta dejadez súbita, esta pasión por la pereza, y muchas veces no pretendía dominarse sino que, con relajo y complacencia.

Era Sandro un joven orgulloso, guapo, ambicioso, tenía una mano de oro con el pincel, un ojo infalible para el dibujo y el color, una inteligencia astuta que le permitía ir acercándose poco a poco, no sólo a los frailes de los que su maestro vivió, sino también a los miembros de las grandes familias que habían iniciado una transformación revolucionaria de la ciudad hasta convertir Florencia en una de las más importantes de Italia, para envidia incluso de Roma y el papado.

Era un seductor nato, sabía sacar provecho de su encanto personal, de la regularidad de sus rasgos, de su conversación fluida y pícara, para seducir a cuanta tabernera, doncella y jovencita del pueblo le cayera en gracia. Era también un joven que sentía la plenitud de la vida fluyendo por todos sus humores, que aceptaba las pulsiones de su cuerpo, y buscaba darles rienda suelta con la frecuencia que su juventud exigía, y eso le distraía de otras ocupaciones menos  placenteras. Pero aquella mujer del puente era otra cosa.

Sandro Botticelli no se levantaba de la cama, inmóvil como un cadáver, sus ojos iban por el techo de una viga a otra, pero no se enteraba de lo que miraba: no se la podía quitar de la cabeza. Era tan bella. Sólo la vio unos minutos, y nunca de frente, durante el callejeo del día anterior. Sólo había podido ver su perfil de refilón, tenía grabada la imagen de uno de sus ojos, que enseguida quedó cubierto por el cabello al inclinar la cabeza para recoger la falda en el momento de franquear el umbral.

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