La pluralidad y la igualdad en la democracia.
Enviado por Alejandra Rendón • 29 de Marzo de 2016 • Ensayo • 3.620 Palabras (15 Páginas) • 282 Visitas
La pluralidad y la igualdad de la Democracia.
Adriana Bernal.
Universidad Autónoma de Colombia.
No es de las nuevas particiones hechas por la violencia, sino de transformaciones graduales de las ideas de lo que tenemos necesidad; es necesario que en todos la justicia se robustezca y se debilite el instinto de la violencia. F. Nietzsche.
En América Latina la reflexión en la filosofía sobre nuestros propios asuntos fue un acontecimiento del siglo XX. Mientras en las academias universitarias se hablaba sobre autores de filosofía antigua, medieval y moderna consecutivamente, en las calles morían personas a manos de militares o también morían de hambre, fue la época de las dictaduras militares y de las primeras medidas neoliberales. Este contexto espacio temporal que se impuso ante los académicos obligó a llevar el trabajo filosófico al plano de los intereses comunes. La situación no ha cambiado, en nuestro país específicamente tal realidad sucede a diario. Por lo tanto, la actividad académica está comprometida con la comprensión de todos estos eventos, de la mano con las construcciones de base. La reflexión que se llevará a cabo a continuación tiene por motivo lo anteriormente dicho. Si bien son muchos los debates que hay por escoger, me he propuesto construir una argumentación que dé cuenta de la importancia de la pluralidad de demandas al interior del tejido de la democracia, pues el principio de toda voluntad reposa en la experiencia de vida particular de cada sujeto. En este sentido, en primer lugar se hablará del principio histórico de la democracia. Seguido a ello, se discutirá acerca de la concepción antropológica que ha proporcionado fundamento a la exclusión base de la política occidental y el proyecto de la Modernidad. Posteriormente, se elaborará una aproximación hacia una noción antropológica coherente con la categoría universal de la democracia, la igualdad. Más tarde, se abordará lo político como conflicto. Luego, se problematizará el asunto de universalidad y particularidad en la democracia. Y finalmente, se hará una conclusión que con base a una nueva comprensión del ser humano proporcione fundamentos consecuentes con la democracia.
Para todos es sabido que la palabra “democracia” proviene del mundo griego, y se ha traducido como el gobierno de los pobres. El uso de este término no tuvo por origen la identidad de quienes promovían una igualdad de participación en los asuntos públicos de la ciudad, sino que se utilizaba en términos despectivos: los pobres, aquella gran multitud de hombres que en la organización social les fue asignada de manera exclusiva la actividad productiva, estos son los trabajadores, campesinos y por supuesto, también los esclavos. No es de extrañar que filósofos como Aristóteles y radicalmente Platón en sus métodos taxonómicos para definir la realidad hayan divido en partes a la comunidad con el propósito de que cada individuo cumpliera una función en ella, y en consecuencia, su vida estuviera determinada por la misma. Estos filósofos, hay que decirlo, pertenecían a la minoría privilegiada que podía dedicarse a las actividades más elevadas del ser humano. Pero, ¿cómo dar fundamento al hecho de que, teniendo dos seres humanos, uno esté destinado a las largas y agotadoras jornadas laborales y el otro a lo que su tiempo de ocio lo lleve?
Tal y como lo ha señalado Enrique Dussel (1969), toda formación política y construcción ética tiene por fundamento una noción antropológica específica. En su libro El Humanismo semita, este filósofo describe una diferencia en el tratamiento de los muertos entre los griegos y los egipcios. Estos últimos llevaban a cabo rituales tres días después del fallecimiento y embalsamaban los cuerpos de sus muertos para conservar su materialidad hasta la resurrección, es decir, veneraban al cadáver (22), mientras que los primeros quemaban los cuerpos o dejaban que se los llevara el mar, es decir, los olvidaban, y aquello que conservaban de la persona eran sus proezas, las acciones que Hannah Arendt (1993) explica mediante el concepto de inmortalidad. En este sentido, afirmaremos que la división del ser humano entre Alma y Cuerpo, que ha sido ampliamente continuada por la filosofía occidental y por la religión cristiana, es la concepción antropológica del mundo helénico, y por consiguiente, ha dado fundamento a su política y a su ética.
Las actividades del alma son superiores a cualquier otra forma de actividad, y tienen por condición la satisfacción plena de todas las necesidades biológicas, es decir, del tiempo de ocio que permite el no requerimiento del trabajo para la resolver el ámbito instintivo. Esta disposición permitía al ciudadano dedicarse a la virtud, a la política o a la filosofía plenamente, y dar lugar a los frutos de ello en el espacio público, la polis. Por supuesto, dicha satisfacción no se daba naturalmente. Justamente, en conformidad con la noción preponderante de la actividad del alma y todas sus condiciones, la organización de esta sociedad se configuró a partir de la división entre quienes trabajan y quienes no. Y aquellos a quienes les fue asignada tal actividad fueron vistos como cuerpo, como materialidad sujeta a la condición de naturaleza animal, cuyo único propósito y posibilidad de existencia era el servilismo, y cuyo único lugar de existencia era el oikos, la vida privada, lo cual para los griegos significaba la no manifestación del individuo, su silencio, la barbarie. Esta división es evidentemente metodológica, pues, la política y la filosofía no eran actividades hechas por fantasmas sino por cuerpos dotados de razón, y me parece que este es precisamente el punto de la discusión, a saber, que esta división teórica se materializó en una configuración jerárquica de la comunidad bajo los conceptos de bios para los primeros y zoé para los segundos. Este es el antecedente teórico que constituye, según Ricardo Sanin (2012), la política occidental.
Este autor nos explica que el proyecto de la Modernidad, cuyas entidades sagradas o universales son el Estado y el Derecho, reposan sin embargo bajo la legitimidad otorgada por el pueblo. Este último entendido por el liberalismo como la totalidad de hombres libres y racionales, cuyo sentido de la vida es el desarrollo y la satisfacción estrictamente individual de sus deseos, sentido que da legitimidad a dichos universales. No obstante, este pueblo de la Modernidad “funciona bajo la condición inexorable de la eliminación o neutralización del pueblo. Es más, la condición de existencia del Estado y del derecho moderno es precisamente que el pueblo quede fuera de sus construcciones, que todo se haga a su nombre sin que él esté jamás presente” (Sanin, 2012: 12). El pueblo que da lugar a la centralización del poder político en el Estado, y al derecho como garante de cada proceso de las relaciones sociales, y de la sociedad con el Estado, es la gran multitud dedicada a la actividad productiva, la zoé. Y porque el pueblo continúa teniendo esta actividad exclusiva que condiciona sus modos de vida, y continúa estando excluido de la discusión sobre los asuntos comunes, ya que esa facultad se ha reducido al sufragio, decimos que la Modernidad es un proyecto cuya dimensión política, económica, social y cultural encuentra fundamento en la histórica división entre quienes piensan y quienes trabajan, pero además, incluyendo a estos últimos no como seres humanos sino como medios, que bajo nociones bastante distorsionadas como la libertad, que ha sido reducida a la libre determinación de qué producto comprar; la igualdad, que se piensa como algo correspondiente a la ley o como la capacidad de todos consumir, entre otras, ha logrado ubicarse como una necesidad histórica ineludible para toda la humanidad, aun a pesar de que quienes lo hayan programado sean unos cuantos. Así pues, el pueblo jamás ha dejado de ser la nuda vida, y ha tenido “el singular privilegio de ser aquello sobre cuya exclusión se funda la ciudad de los hombres.” (Agamben, 2006: 17) Esta exclusión de la nuda vida, de los pobres, de las mayorías, significa la anulación de la política tal y como la proponía la democracia ateniense, y también, tal como la entendemos nosotros.
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