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Diálogo Fedro O De La Belleza


Enviado por   •  21 de Febrero de 2015  •  23.242 Palabras (93 Páginas)  •  169 Visitas

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FEDRO O DE LA BELLEZA

Sócrates – Fedro

Sócrates: Mi querido Fedro, ¿a dónde vas y de dónde vienes?

Fedro: Vengo, Sócrates, de casa de Lisias (1), hijo de Céfalo, y voy a pasearme fuera de muros; porque he pasado toda la mañana sentado junto a Lisias, y siguiendo el precepto de Acumenos, tu amigo y mío, me paseo por las vías públicas, porque dice que proporcionan mayor recreo y salubridad que las carreras en el gimnasio.

Sócrates: Tiene razón, amigo mío; pero Lisias, por lo que veo, estaba en la ciudad.

Fedro: Sí, en casa de Epícrates, en esa casa que está próxima al templo de Júpiter Olímpico, la Moriquia. (2)

Sócrates: ¿Y cuál fue vuestra conversación? Sin dudar, Lisias te regalaría algún discurso.

Fedro: Tú lo sabrás, si no te apura el tiempo, y si me acompañas y me escuchas.

Sócrates: ¿Qué dices? ¿no sabes, para hablar como Píndaro, que no hay negocio que yo no abandone por saber lo que ha pasado entre tú y Lisias?

Fedro: Pues adelante.

Sócrates: Habla pues.

Fedro: En verdad, Sócrates, el negocio te afecta, porque el discurso, que nos ocupó por tan largo espacio, no sé por qué casualidad rodó sobre el amor. Lisias supone que un hermoso joven es solicitado no por un hombre enamorado sino, y esto es lo más sorprendente, por un hombre sin amor, y sostiene que debe conceder sus amores más bien al que no ama, que al que ama.

Sócrates: ¡Oh! es muy amable. Debió sostener igualmente que es preciso tener mayor complacencia con la pobreza que con la riqueza, con la ancianidad que con la juventud, y lo mismo con todas las desventajas que tengo yo y tienen muchos otros. Sería ésta una idea magnífica y prestaría un servicio a los intereses populares (3). Así es que yo ardo en deseos de escucharte, y ya puedes alargar tu paseo hasta Megara y, conforme al método de Heródico (4), volver de nuevo después de tocar los muros de Atenas, que yo no te abandonaré.

Fedro: ¿Qué dices?, bondadoso Sócrates. Un discurso que Lisias, el más hábil de nuestros escritores, ha trabajado por despacio y en mucho tiempo, ¿podré yo, que soy un pobre hombre, dártelo a conocer de una manera digna de tan gran orador? Estoy bien distante de ello y, sin embargo, preferiría ese talento a todo el oro del mundo.

Sócrates: Fedro, si no conociera a Fedro, no me conocería a mí mismo; pero le conozco. Estoy bien seguro de que, oyendo un discurso de Lisias, no ha podido contentarse con una primera lectura sino que, volviendo a la carga, habrá pedido al autor que comience de nuevo, y el autor le habrá dado gusto y, no satisfecho aún con esto, concluirá por apoderarse del papel para volver a leer los pasajes que han llamado más su atención. Y después de haber pasado toda la mañana inmóvil y atento a este estudio, fatigado ya, habrá salido a tomar el aire y dar un paseo, y mucho me engañaría, ¡por el Can!, si no se sabe ya de memoria todo el discurso, a no ser que sea de una extensión excesiva. Se ha venido fuera de muros para meditar sobre él a sus anchuras, y encontrando un desdichado con una pasión furiosa por los discursos, complacerse interiormente en tener la fortuna de hallar a uno a quien comunicar su entusiasmo y precisarle a que le siga. Y como el encontradizo, llevado de su pasión por los discursos, le invita a que se explique, se hace el desdeñoso, y como si nada le importara; cuando si no le quisiera oír, sería capaz de obligarle a ello por la fuerza. Así, pues, mi querido Fedro, mejor es hacer por voluntad lo que habría de hacerse luego por voluntad o por fuerza.

Fedro: Veo que el mejor partido que puedo tomar es repetirte el discurso como me sea posible, porque tú no eres de condición tal que me dejes marchar sin que hable, bien o mal.

Sócrates: Tienes razón.

Fedro: Pues bien, doy principio... Pero, verdaderamente, Sócrates, yo no puedo responder de darte a conocer el discurso palabra por palabra. Sin embargo me acuerdo muy bien de todos los argumentos que Lisias hace valer para preferir el amigo frío al amante apasionado; y voy a referírtelos en resumen y por su orden. Comienzo por el primero.

Sócrates: Muy bien, querido amigo; pero enséñame, por lo pronto, lo que tienes en tu mano izquierda bajo la capa. Sospecho que sea el discurso. Si he adivinado, vive persuadido de lo mucho que te estimo; pero, supuesto que tenemos aquí a Lisias mismo, no puedo ciertamente consentir que seas tú materia de nuestra conversación. Veamos, presenta ese discurso.

Fedro: Basta de bromas, querido Sócrates; veo que es preciso renunciar a la esperanza que había concebido de ejercitarme a tus expensas; pero ¿dónde nos sentamos para leerlo?

Sócrates: Marchémonos por este lado y sigamos el curso del Illiso, y allí escogeremos algún sitio solitario para sentarnos.

Fedro: Me viene perfectamente haber salido de casa sin calzado, porque tú nunca lo gastas (5). Podemos seguir la corriente, y en ella tomaremos un baño de pies, lo cual es agradable en esta estación y a esta hora del día.

Sócrates: Marchemos, pues, y elige tú el sitio donde debemos sentarnos.

Fedro: ¿Ves ese plátano de tanta altura?

Sócrates: ¿Y qué?

Fedro: Aquí, a su sombra, encontraremos una brisa agradable y hierba donde sentarnos y, si queremos, también para acostarnos.

Sócrates: Adelante, pues.

Fedro: Dime, Sócrates, ¿no es aquí, en cierto punto de las orillas del Illiso, donde Bóreas robó, según se dice, la ninfa Oritea?

Sócrates: Así se cuenta.

Fedro: Y ese suceso tendría lugar aquí mismo, porque el encanto risueño de las olas, el agua pura y transparente y esta ribera, todo convidaba a que las ninfas tuvieran aquí sus juegos.

Sócrates: No es precisamente aquí, sino un poco más abajo, a dos o tres estadios, donde está el paso del río para el templo de Diana Cazadora. Por este mismo rumbo hay un altar a Bóreas.

Fedro: No lo recuerdo bien, pero dime, ¡por Júpiter!, ¿crees tú en esta maravillosa aventura?

Sócrates: Si dudase como los sabios, no me vería en conflictos; podría agotar los recursos de mi espíritu, diciendo que el viento del Norte la hizo caer de las rocas vecinas donde ella se solazaba con Farmaceo, y que esta muerte dio ocasión a que se dijera que había sido robada por Bóreas (6); y aún podría trasladar la escena sobre las rocas del Areópago, porque según otra leyenda fue robada sobre esa colina y no en el paraje donde nos hallamos. Yo encuentro que todas estas explicaciones, mi querido Fedro, son las más agradables del mundo, pero exigen un hombre muy hábil, que no ahorre trabajo y que se vea reducido a una penosa necesidad; porque, además de esto, tendrá que explicar la forma de los hipocentauros y la de

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