¿ El Amor La Respuesta De La Felicidad
Enviado por Sztyle7 • 23 de Mayo de 2013 • 4.053 Palabras (17 Páginas) • 444 Visitas
Para Adorno, que había sido discípulo de Alban Berg, la superioridad del arte de vanguardia, incluso frente a la propia filosofía, consistía en su capacidad para negar la irracionalidad –o la racionalidad instrumental– del capitalismo, así como evitar ejercer, junto a ello, cualquier tipo de violencia contra lo particular o lo no-idéntico como forma de ser propia de la naturaleza. En este sentido, el arte realizaba para Adorno una tarea esencialmente utópica, basada en su capacidad para plasmar la realidad en su diferencia, en la singularidad irreductible de sus discontinuidades, como algo que el pensamiento identificante de la filosofía, pero sobre todo del pensamiento científico, jamás podría lograr.
En muchos sentidos, esta lectura puede parecernos completamente errada. En primer lugar, porque limita la filosofía a una determinada forma de expresión, como si eso no tuviera discusión; en segundo lugar, porque exagera la naturaleza del arte; finalmente, porque la filosofía del arte entra en contradicción consigo misma, siendo de antemano una tarea imposible y, por tanto, incapaz de aceptar o denegar lo que el arte es o deja de ser, como pretendería el mismo Adorno. Sin embargo, esta perspectiva utópica le permitió a su autor tomar una posición crítica muy poderosa frente al arte, en la que el filósofo se permitía condenar sin remordimientos a cientos de artistas y pensadores, en una actitud que, si bien parte de una consideración inadecuada, acierta en el blanco cuando busca los déficit de las teorías y las creaciones que critica.
Para comprender sus reflexiones sobre Beethoven, demasiado fragmentarias como para ser leídas por cuenta propia, es esencial dirigirse en primer lugar a la Filosofía de la Nueva Música, que debería entenderse siempre, según manifestaba su autor en el prólogo de 1948, como un añadido a la Dialéctica de la Ilustración (1947), lecturas ambas que debemos acompañar con su Teoría Estética (1969), que estuvo escribiendo –como sus anotaciones sobre Beethoven– hasta el final de sus días. En todos los casos, se trata de denunciar la victoria de la razón subjetiva, de la división del trabajo que inunda incluso el ámbito de lo espiritual, de una sociedad incapaz de pensar sus fines y donde toda actividad con sentido se convierte en comercio, en una relación abstracta entre productores, trabajadores y consumidores.
El gusto por el Romanticismo y el Clasicismo Vienés, que desde el punto de vista de la Historia de la Música, en un momento como el siglo XX, son productos accesibles y fáciles de comprender, son para Adorno la imagen del conformismo ante la sociedad, como podemos ver sin duda en la situación actual y en nuestra propia incapacidad, todavía radical, para denunciar los absurdos de la propia época en relación con la música. No olvidemos, por ejemplo, que a pesar de disponer de uno de los mejores repertorios de la Historia de la Música, el siglo XX apenas conoce su propia música, algo que, a juzgar por la calidad del producto, sería como acercarse a Grecia sin Homero y Platón, a Roma sin Julio César y Cicerón, a Inglaterra sin Hamlet, a España sin Cervantes. ¿No habría en todo ello algo de hipócrita e imbécil? Pero la estupidez de hoy consiste en algo muchísimo peor: en que ni siquiera se siente la pérdida.
A pesar de todo, la acusación adorniana va demasiado lejos cuando elige a sus personajes. Elgar, Sibelius, Shostakovich, Stravinski y Benjamin Britten son para Adorno la imagen misma de la degeneración de la música en Industria Cultural, esto es, en alimento fetichista para las masas, en puro consumo y entretenimiento, en espejo de la autosatisfacción burguesa. Todos ellos tienen en común, siempre según Adorno, «el gusto por la falta de gusto», una carencia que él identificaba con la eliminación de todo lo desagradable y el establecimiento del orden musical como tapadera del caos de la realidad existente. Por el contrario, los músicos de la Segunda Escuela de Viena se negarían a representar en música lo que supondría una reproducción de la sociedad, una relación cordial con ella, precisamente cuando los individuos no están en armonía, y ante esta negativa harían posible esa mímesis a través de la cual los hombres podrían encarar el sufrimiento. Por su parte, una vez más, Stravinsky haría una concesión a la estupidez del público, centrada más bien en el éxito artístico que en la emancipación, ayudando así a mantener las condiciones de una sociedad abocada al desmoronamiento.
A pesar de su radicalidad, todos sabemos que Adorno no estaba desencaminado al criticar la Industria Cultural y la adecuación de algunos compositores a ella, aunque quizá deberíamos considerar «parcial» lo que Adorno considera «total».
Para comprender las reflexiones de Adorno sobre Beethoven, editadas con la calidad a que la editorial AKAL nos tiene acostumbrados, y bajo aquél proyecto con que dicha editorial quiso obsequiarnos con la totalidad de su creación, sobra decir que la visión de Adorno sobre la evolución musical, en sus reflexiones sobre Schönberg y Stravinsky, se encuentra ocasionalmente sesgada por su pasión ante la música germana, pues, contra algunas tesis taxativas de Adorno, hoy resulta innegable que el atonalismo de Schönberg es sólo una de las muchas maneras en que la tonalidad fue desapareciendo, y no necesariamente la más crítica ni la más valiosa.
Aunque parezca indudable, al menos sobre la partitura, que el atonalismo fue la más consecuente y la única que aceptó, a inicios del siglo XX, la desaparición total e inevitable de todos los principios tonales, eso no es óbice para negar las continuas tramas de transformación que se estaban llevando a cabo y que son igualmente importantes. Quizá, muchas de las aportaciones de otros países podrían considerarse más importantes por situarse del lado de la construcción, y no tanto de la destrucción, como un fenómeno también necesario cuando se habla de una renovación musical, y acompañado, obviamente, con sus diversos y quizá incontables epifenómenos.
Desde esta óptica, resulta obligado aceptar que otros países, y no sólo Alemania, crearon pautas para una construcción de este estilo, no ajena de todas formas a la destrucción. Stravinsky, sin ir más lejos, ya en su primera etapa jugó un papel esencial en la disolución de la tonalidad, a través del legado ruso de Rimsky-Korsakov y sus colaboraciones con Diaghilev. A veces se nos olvida que dicha disolución no implica solamente el trastrocamiento y la confusión de los modos mayores y menores, sino también la desaparición de la tensión entre tónica y dominante, o entre la sensible y las séptimas y sus respectivas
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