El Llano En Llamas
Enviado por baudhel • 3 de Mayo de 2015 • 32.459 Palabras (130 Páginas) • 211 Visitas
ACUERDATE
ACUÉRDATE de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de
Dimas, aquel que dirigía las pastorelas y que murió recitando el
"rezonga, ángel maldito" cuando la época de la influencia. De esto hace
ya años, quizá quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que le
decíamos el Abuelo por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez,
tenía dos hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal
nombre le decían la Arremangada, y la otra, que era retealta y que tenía
los ojos zarcos; y que hasta se decía que ni era suya y que por más
señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del relajo que armaba cuando
estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación soltaba su
ataque de hipo, que parecía como si se estuviera riendo y llorando a la
vez, hasta que la sacaban afuera y le daban tantita agua con azúcar y
entonces se calmaba. Ésa acabó casándose con Lucio Chico, dueño de la
mezcalera que antes fue de Librado, río arriba, por donde está el molino
de linaza de los Teódulos.
Acuérdate
Acuérdate que a su madre le decían la Berenjena porque siempre
andaba metida en líos y de cada lío salía con un muchacho. Se dice que
tuvo su dinero pero se lo acabó en los entierros, pues todos los hijos se
le morían de recién nacidos y siempre les mandaba cantar alabanzas,
llevándolos al pantéon entre músicas y coros de monaguillos que
cantaban "hosannas" y "glorias" y la canción esa de "ahí te mando;
Señor, otro angelito". De eso se quedó pobre, porque le, resultaba caro
cada funeral, por eso de las canelas que les daba a los invitados del
velorio. Sólo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya nacieron
pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el último parto
que tuvo, ya de grande, pegada a los cincuenta años.
La debes haber conocido, pues era realegadora y cada rato
andaba en pleito con las marchantas en la plaza del mercado porque le
querían dar muy caro los jitomates; pegaba de gritos y decía que la
estaban robando. Después, ya de pobre, se le veía rondando entre la
basura, juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que
otro cañuto de caña "para que se les endulzara la boca a sus hijos".
Tenía dos, como ya te digo, que fueron los únicos que se le lograron.
Después no se supo ya de ella.
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Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas
unos meses más grande, muy bueno para jugar a la rayuela y para las
trácalas. Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las
comprábamos c uando lo más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía
mangos verdes que se robaba del mango que estaba en el patio de la
escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a dos centavos
y que luego nos las revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media
traía en la bolsa: canicas ágatas, trompos y zumbadores y hasta
mayates verdes, de esos a los que se les amarra un hilo en una pata
para que no vuelen muy lejos.
Nos traficaba a todos, acuérdate.
Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió menso a los
pocos días de casado y que Natalia, su mujer, para mantenerse, tuvo
que poner un puesto de tepache en la garita del camino real, mientras
Nachito se vivía tocando canciones todas desafinadas en una mandolina
que le prestaban en la peluquería de don Refugio.
Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebernos el
tepache, que siempre le. quedábamos a deber y que nunca le
pagábamos, porque nunca teníamos dinero. Después hasta se quedó sin
amigos, porque todos al verlo, le sacábamos la vuelta para que no fuera
a cobrarnos.
Quizá entonces se volvió malo, o quizá ya era de nacimiento.
Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo
encontraron con su prima la Arremangada jugando a marido y mujer
detrás de los lavaderos, metidos en un aljibe seco. Lo sacaron de las
orejas por la puerta grande entre la risión de todos, pasándolo por en
medio de una fila de muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y él
pasó por allí, con la cara levantada, amenazándonos a todos con la
mano y como diciendo: "Ya me las pagarán caro."
Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada
raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un
chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de
coyote.
Sólo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso.
Dicen que su tío Fidencio, el del trapiche, le arrimó una paliza que
por poco y lo deja parálisis, y que él, de coraje, se fue del pueblo.
Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de
vuelta por aquí convertido en policía. Siempre estaba en la plaza de
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armas, sentado en una banca con la carabina entre las piernas y
mirando con mucho odio a todos. No hablaba con nadie. No saludaba a
nadie. Y si uno lo miraba, él se hacía el desentendido como si no
conociera a la gente.
Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina. Al
Nachito se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de noche, poquito
después de las ocho y cuando todavía estaban tocando las campanas el
toque de Ánimas. Entonces se oyeron los gritos, y la gente que estaba
en la iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron: al
Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano
mandándole un culat azo tras otro con el máuser, sin oír lo que le
gritaba la gente, rabioso, como perro del mal. Hasta que un fulano que
no era ni de por aquí se desprendió de la muchedumbre y fue y le quitó
la carabina y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la banca del
jardín, donde se estuvo tendido.
Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue. Dicen que
antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la bendición al padre cura,
pero que él no se la dio.
Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a
descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la
soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba
para que
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