El Nacimiento De La Filosofia
Enviado por SOOOnia • 1 de Septiembre de 2013 • 2.299 Palabras (10 Páginas) • 439 Visitas
Es lugar común en la tradición presentar el origen de la filosofía como producto de un cambio en el pensamiento humano, que abandona la perspectiva mítica del mundo para abrirse paso en la corriente de la razón. Suele concederse a los filósofos presocráticos la primacía en este menester revolucionario, pero dado que éstos aún exhiben ligeros retazos de mitología engarzada en sus elucubraciones y reflexiones racionales, han sido las figuras de Platón, y posteriormente su discípulo Aristóteles, quienes han protagonizado para la historia la germinación definitiva del pensamiento en base a la razón, es decir, la filosofía. Éstos son los rostros de la verdadera sabiduría, se nos dice, y no los comediantes homéricos o los poetas. Con la razón nace la sabiduría; la filosofía, “el amor a la sabiduría”, marca, pues, el inicio del interés humano por el conocimiento, por la verdad y el bien.
Giogio Colli, uno de los más notables filósofos (por así decir) “librepensadores”, estaría (sólo en parte) de acuerdo con esto siempre que atendiéramos, y comprendiéramos, qué significa el mismo vocablo “filosofía”. Su librito (apenas un centenar de páginas) “El nacimiento de la filosofía” cabría incluirlo en el temario de todo aprendiz de filósofo, o de instructor de la filosofía, quizá no tanto por su contenido, sino porque invita a leer al revés la historia de las ideas, y con ello, brinda una nueva vuelta de tuerca a la noción de filosofía. No estamos en condiciones de afirmar o rebatir a Colli; pero su propuesta es tan atractiva que no nos resistimos a recogerla y darle difusión. Aquí realizaremos un comentario sencillo de algunas de sus tesis principales.
Casi a mitad de su obra, Colli menciona unas palabras de Heráclito, una especie de acertijo, cuyo significado vendría a ser que si bien los sentidos, y lo que transmiten, no son condenables, sí lo sería nuestro intento de convertir esa experiencia sensorial en algo estable, en algo externo a nosotros; al tratar de fijarla, la falsificamos: conocida es su expresión: “no se puede entrar dos veces en el mismo río”, que señala como lo único existente la sensación instantánea, sin que detrás haya nada objetivo. Paralelamente, otro tema esencial en Heráclito es el “pathos” de lo oculto, como señala Colli: concebir el fundamento último del mundo como algo insondable. Podemos designar a los dioses de la forma como queramos, como símbolos, pero siempre atendiendo a que tal denominación es inadecuada, precisamente por el carácter oculto de los mismos (“a la naturaleza primordial le gusta ocultarse”, dice Heráclito). Todo esto se dirige hacia una concepción del “alma, lo oculto, la unidad, la sabiduría, como lo que no vemos ni cogemos, pero llevamos dentro”. Colli acaba sosteniendo que toda la sabiduría de Heráclito puede entenderse como un “tejido de enigmas que aluden a una naturaleza divina insondable”; la sensación de corporeidad del mundo, su multiplicidad, es mera ilusión, una trama de enigmas, un tapiz de contrarios que sólo llega a su solución con el logro de la unidad, el dios, que abarca “día noche, guerra paz, invierno verano...”
Pero si el origen de la sabiduría griega parte de una experiencia mistérica, enigmática y mística, ¿cómo pudo pasarse del sustrato religioso a un pensamiento racional y discursivo? Es la misma pregunta que podríamos hacernos en relación a la Edad Media, cuando confluyeron, en los mismos protagonistas principales, las distintas percepciones de la una idéntica realidad: mágica y racional, oculta y manifiesta, intangible y material. Para Colli la solución en la antiguedad vino de la mano de la dialéctica, entendida en su sentido primordial, como el arte de la discusión. El desafío de un hombre a otro, que requiere de éste que le rebata con relación a un saber, dicho o afirmación cualquiera. Tras la discusión se alcanza un nuevo conocimiento, producto bien de la refutación de la tesis del interrogador, bien su confirmación al no poder el adversario hacerle frente argumentativamente. Aquí no son necesarios jueces que decidan quién gana; es la misma naturaleza de la discusión la que proporciona el veredicto. Como nos ha enseñado Aristóteles y menciona Colli, “demostrar una determinada proposición es hallar un concepto (universal) tal que, aplicado a los dos términos de la misma, de forma que partiendo de esa conexión pueda deducirse (demostrarse) la proposición”. Toda discusión sería, pues, “la búsqueda de universales cada vez más abstractos”.
Más adelante señala Colli que el enigma aparece como “el fondo tenebroso, la matriz de la dialéctica”. Porque enigma lo designan las fuentes como “próblema”, pero en el lenguaje dialéctico el término está presente como desafío; así pues, el enigma es el germen de la dialéctica, enigma casi siempre presentado de forma contradictoria (como la misma esencia de la dialéctica). Misticismo, agonismo, dialéctica, racionalismo... todas estas expresiones no fueron algo antitético en la antigua Grecia, sino que serían fases sucesivas de un mismo fenómeno.
También hace referencia Colli a la elaboración, por parte de generaciones de dialécticos, “de un sistema de la razón, de un logos, como fenómeno vivo, concreto, puramente oral”, y del que la discusión escrita (como sucede con las obras de Platón) no sería más que un sustituto de escaso valor. Colli se pregunta si ese edificio del logos contiene un contenido doctrinal de la razón (más allá de la formación conceptual y la de normas reguladoras del discurso), y la respuesta para él es negativa, porque en el planteamiento subyace un interés “destructivo”. Y este interés ya existía en el origen de la misma dialéctica: si el interrogado adopta una tesis, el interrogador (si es eficaz en su cometido) la destruirá; pero si escoge la antitética, lo hará igualmente; si la victoria cae del lado del interrogado es por mera inoperancia dialéctica de su contrincante. Las consecuencias son devastadoras, como señala Colli: “cualquier juicio puede refutarse”. Por ello, toda doctrina o “proposición científica estará igualmente expuesta a la destrucción”.
Tras Heráclito, la figura de Parménides, envuelta ya en el remolino dialéctico, hace frente a un nuevo “próblema”, el de decidir entre el ser y el no-ser. Parménides manda optar por la primera elección, porque en caso de elegir la otra nos veríamos ahogados por el nihilismo de la dialéctica, la encerrona devastadora de un “no” eterno, a todo y a todos. El “es” salvaguarda, según Colli, la naturaleza metafísica del mundo. Pero en Zenón de Elea, discípulo de Parménides, hay una reorientación dialéctica. Aunque suele decirse que el uso que Zenón hace de la dialéctica está
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