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Eraclio Zepeda


Enviado por   •  15 de Marzo de 2015  •  Síntesis  •  1.935 Palabras (8 Páginas)  •  218 Visitas

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Eraclio Zepeda

Atrás quedaba la línea verde y salobre del Senegal, del Congo y su gran río, de Angola y sus montañas. El barco negrero aprovechaba las brisas terrales para alejarse de la costa sofocante, con las velas a plenitud.

A bordo de la carabela, en un masacote de naciones, lenguas y tonos de negrura, cientos de hombres, mujeres y niños, recientemente capturados, iniciaban su esclavitud en las calas, en las bodegas, sobre cubierta bajo el sol a plomo.

Sobre el puente el capitán. Y sobre el capitán el diablo.

-Dios nos proteja en esta trata, pensó el capitán calculando el valor de su mercadería: hombres jóvenes para las faenas fieras, muchachas fuertes destinadas al pie de cría, niños que, si llegaban vivos al final del viaje, servirán de pajes en las casonas criollas de La Habana, de Santo Domingo, de Veracruz, de Sepadónde.

-Dios nos proteja de tempestades africanas y de huracanes caribes. Y también de los barcos patrulleros del rey, decididos a meter sus narices y sus proas en los negocios de nuestras duras empresas.

Desde el puente el capitán recordó, escupiendo al mar, aquel viaje anterior cuando al descubrir el velamen de los cañoneros del rey, tuvo que arrojar al mar a ciento cincuenta y ocho magníficos esclavos, esclavas y esclavitos, con todo y sus cadenas para que se hundieran más aprisa, hasta el maldito fondo de este mar océano. Cuando el supervisor del rey abordó la carabela sólo encontró unos doscientos borregos africanos sin lana, pelones para soportar el calor horrendo de estos países del carajo. Y también encontró el supervisor del rey las jaulas de bambú repletas de asesantes gallinas de Guinea, pintas, inquietas, con sus máscaras blancas, rojas y azules como actores venidos de Catay.

Pero no siempre era así. No siempre la ruina golpeaba las bitácoras. A veces los hombres del rey no llegaban. O bien, en el peor de los casos, podía tramarse un acuerdo razonable que le tapara los ojos al inspector, pasando sin ver el hacinamiento negro de los esclavos, protegiéndose la nariz con disimulo. Después, podía atracar serenamente en las islas de la trata, para establecer el mercado y venderlos en punta, la partida completa, que el capitán era introductor en grande, no comerciantito cuenta-tlacos, pequeños petimetres que después andaban con grupos de ocho a diez negros vendiéndolos de casa en casa, por la calle de la Amargura en La Habana o en la abigarrada playa del desembarco en los médanos de Veracruz.

Tampoco era el capitán un colocador de esclavos al minoreo, establecido en intramuros, anunciante de avisos en la gaceta mensual:

Se vende negra conga,

fuerte, recién cargada.

sabe cocinar casi a la

española. Se remata en

cincuenta pesos.

Tres negrillos muy despiertos.

saludan al modo cortesano y saben

juegos malabares. Se permutan

por una volanta en buen

estado.

Al llegar a los puertos de la trata, los esclavos bajaban a tierra espantados, en la derrota del alma, apaleados, separados sin orden familiar, ni de pueblo, ni lengua. Se formaban los hatos para la venta, los rebaños de trabajo destinados a los cañaverales de las islas y la tierra firme. Desembarcaban los negros y las negras y los negritos, procurando esconder los trocitos desiguales de madera que habían traído de allá, del África ahora lejana, casi tamborcillos de palo, percusión inicial que se templaba formando un catre de bejucos suspendido entre la cintura y el suelo, acuclillado el músico sonando el bolillo sobre aquel tablero que producía un sonido sordo y triste, invitación al suspiro.

-Marimba, musitaban los esclavos.

Y después que los nuevos amos se llevaban las partidas, con todo y tambores y marimbas, se vendían también los carneros pelones y las gallinas pintas de Guinea que llegaban con vida, salvados de la olla común donde comieron los esclavos durante toda la navegación oceánica.

Algunos grupos de esclavos remontaron los grandes ríos veracruzanos, conducidos por guardias brutales, y aterrorizados, aún más, por los mastines.

A Chiapas llegaron adquiridos por piadosos dominicos. Estaban inquietos los frailes porque los indios se les habían muerto, casi todos a causa de su natural flaqueza, incapaces de soportar rigores. Los padres vivían además en la zozobra provocada por las nuevas leyes de indias –impulsadas por ese Fray Bartolomé de las Casas- que en algo protegían a los indios de la barbarie española. En cambio los negros no tenían detrás a ningún prelado loco, iluso defensor de utopías, sospechoso abogado de causas perdidas, obispo alcahuete de indiadas levantiscas.

A Chiapas llegaron los negros, y siguieron camino hacia el valle entre ríos donde los dominicos habían establecido haciendas de la Iglesia. A sembrar cañaverales llevaron a los negros a esa tierra que se conoce desde entonces, por La Frailesca.

Entre el Pando y Los Amates, ríos de la vida, se establecieron los esclavos bajo el garrote de los caporales y los coros gregorianos de sus dueños. Los pocos indios que aún quedaban se asomaron a ver el arribo de aquellas criaturas extrañas, tiznadas, parientes del mono, hijos sin duda del señor de la noche. Y lo peor de todo: aquella palabra que decían, esa su lengua inservible para hablar con otros, más extraña aún que la de Castilla.

Días tras día, noche tras noche, semana tras mes, años y siglos los negros sembraron, cultivaron, emprendieron zafras, encendieron ingenios, colmaron de azúcar los almacenes de Chiapas.

En las noches, cansados, sucios, adoloridos, los esclavos y las esclavas se reunían en sus barracones lejos de los frailes y sacaban de su escondite los tambores, las tablitas; armaban los catres musicales, los sujetaban a la cintura, se acuclillaba el músico y en sus manos volaban los bolillos percutiendo las teclas iniciales con un ruido sordo, melodioso sin embargo, que llenaba el barracón y sus recuerdos.

-Marimba… pronunciaban gozosos.

-Horrores de negro cenando, cena de negros al fin y al cabo,

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