GAY TALESE VA A LOS TOROS
Enviado por jorricar • 5 de Diciembre de 2013 • 2.082 Palabras (9 Páginas) • 294 Visitas
GAY TALESE VA A LOS TOROS
El cronista que convirtió un resfrío de Frank Sinatra en un gran acontecimiento
visitó Madrid. Allí, luego de pasear por escenarios de toreros y pintores,
el señor que hace demasiadas preguntas no obtuvo todas las respuestas.
¿Qué aburre a un maestro de la curiosidad?
A sus setenta y nueve años, Gay Talese, el mayor cronista vivo de Estados Unidos, quería ir a una corrida de toros. Tras una hora en la plaza de Las Ventas de Madrid, después de ver matar a cinco animales, a un torero con un muslo ensangrentado y a otro lanzarse de cabeza por detrás de la barrera del ruedo perseguido por una bestia de cuatrocientos kilos, su esposa aprovechó el descanso previo al último toro de la tarde para decirme algo en voz baja. «Gay pregunta si ya nos podemos ir». Él estaba de pie a su lado, listo para huir lo antes posible. Tenía puesto su sombrero panamá de color camel y se había metido bajo el brazo un periódico que había tomado prestado del bar de su hotel. Pero un toro más salió al ruedo, los veinte mil espectadores de la plaza volvieron a callarse, y Talese tuvo que sentarse otra vez sobre su almohadilla de plástico. Diez minutos más tarde acabó la función. En el camino de salida, Talese, vestido con unos mocasines y un traje a medida como del siglo pasado, miró de nuevo al ruedo. Un carro de caballos arrastraba hacia fuera el cadáver del sexto toro que dejaba un rastro de sangre en la arena. «¿Ahora lo cortarán en pedazos?», preguntó. Dijo que aquello le recordaba a Floyd Patterson, un excampeón de los pesos pesados que le había contado que no se sentía capaz de odiar a sus rivales. «Los toros me han dado lástima, como cuando Liston o Ali le pegaban a él aquellas palizas». Al maestro de los cronistas del detalle, el mundo de la tauromaquia —que había excitado el pincel de Picasso y la máquina de escribir de Hemingway— sólo le provocó la duda de un carnicero y el recuerdo de un boxeador al que no le gustaba dar golpes.
De niño, Talese fue un estudiante mediocre. «Yo era bueno en una cosa para la que no había calificación —dijo en otra entrevista—: la curiosidad». Como todos los niños, se distraía en la escuela centrando su atención en objetos menores, como una tiza o un borrador, o mirando a la joven sustituta de la maestra de Composición en inglés. En su adolescencia, espiaba a las parejas que se juntaban de noche al borde del mar de su pueblo, Ocean City, y el sacerdote de su parroquia pronosticó que el futuro autor de La mujer de tu prójimo, un libro sobre la liberación sexual de los setenta que Talese documentaría dirigiendo en persona una casa de masajes, sería un degenerado. En la escuela secundaria, escribió en un semanario de su pueblo sobre las derrotas de los equipos de fútbol y béisbol de su colegio. En la universidad escribió una historia sobre un estudiante de más de dos metros y diez centímetros que se negaba a hacer una prueba con el equipo de baloncesto porque prefería podar árboles, y también sobre un anciano que atendía los casilleros del equipo de fútbol y al que los jugadores le pasaban la mano por la cabeza antes de salir al campo para que les diese buena suerte. Cuando trabajaba en The New York Times publicó ‘Don Malas Noticias’, un perfil dedicado a Alden Whitman, un hombre tímido y bajito que escribía con anticipación necrologías de personajes públicos y que vivía pendiente de que estos muriesen para poder publicarlas. En aquel tiempo persiguió gatos callejeros por Nueva York para clasificarlos según sus costumbres como salvajes, bohemios o gatos de media jornada en tiendas y restaurantes. Una tarde de 1999, mientras hacía zapping en el sofá del salón de su casa, se encontró con la final del mundial de fútbol femenino entre China y Estados Unidos, y vio a una defensora del equipo asiático fallar un penalti decisivo. Le intrigó tanto saber si lloraría en el vestuario o si sus compañeras la consolarían o la dejarían sola, qué le diría su familia al regresar a Pekín y cómo la recibirían los burócratas del deporte chino, que Talese se pasó seis meses buscándola para contar cómo era la vida de una futbolista china después de un fracaso. Cuando visitó Madrid, en 2011, llevaba buen tiempo con su curiosidad ocupada en un asunto misterioso: un reportaje para entender sus cincuenta años de matrimonio.
El día antes de ir a los toros, un domingo por la tarde, Nan Talese, su esposa, la prestigiosa editora de Doubleday, quiso conocer el Museo del Prado. Había una cola tan larga para entrar, que ella y su marido decidieron postergarlo. Al lado del museo estaba el jardín del hotel Ritz y merendaron allí. Mientras hablábamos en la mesa, Gay Talese me preguntó: «Dime, ¿cuando sales a cenar con una chica tú pagas la cuenta?». Dos horas antes, sentado en una butaca dorada de la suite de su hotel, me había preguntado: «¿Vives solo en Madrid?», «¿Cómo te pagas el alquiler del piso si no tienes un sueldo fijo?». Tenía las piernas cruzadas, y de cuando en cuando elevaba la punta de uno de sus zapatos de piel, fabricados por un artesano ruso de Brooklyn. «¿Eres hijo único?», «¿Tu hermano es mayor o menor que tú?». En un reportaje se describía cómo Talese acudía a ver La Traviata, de Verdi, al Metropolitan Opera de Nueva York y en un entreacto le presentaban a un banquero al que de inmediato comenzó a preguntarle por su matrimonio. Quería saber cuándo conoció a su mujer, cuánto tiempo llevaba casado, por qué ella no estaba con él en la ópera, hasta si seguían siendo felices. El caballero que quería entender su matrimonio deseaba saber todo de aquel desconocido.
Talese es un maestro de la curiosidad por el detalle, y a veces esta curiosidad se confunde con la indiscreción. Su incontenible atracción por la intimidad le permitió enterarse de que la esposa del mafioso Bill Bonanno dejaba la ropa limpia de su marido a los pies de la cama para no tocar la
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