La Llovizna
Enviado por kikabts • 12 de Marzo de 2015 • 1.139 Palabras (5 Páginas) • 251 Visitas
Desde hace algún tiempo, desde que me enriquecí con la dichosa guerra mundial y me casé y vinieron los hijos, no puedo ya contar un cuento. Antes solía contarlos bien. ¡Ay, entonces era libre! Ahora, en cambio: ¡los hijos! ¡Miedo me da que cunda el mal ejemplo! ¿Por qué no acierto a decidirme? Quizá porque los negocios me acostumbraron a los testimonios del señor cura, del notario, de un juez o de cualquier otra persona. “Ahí está don fulano que lo diga ".
Empero, solo, sin testigos, venía yo una de estas noches de niebla y menuda llovizna, corriendo sobre la oscura carretera.
Sí: al timón de mi automóvil, fijos los ojos en los haces de luz que derramaban los fanales del vehículo, traía yo prisa y una rabia contenida, cierto temor inexplicable y muy malos pensamientos, al ver que las luces opacas de unas linternas, como de gentes que con sus manos las moviesen a todo lo ancho del camino, me obstruían el paso.
Ni pitos ni sirenas, ni voces que detonaran el hecho de que acabase de ocurrir un accidente desgraciado. "¿No será que tratan de asaltarme? ¿Y quién dice que sean solamente ésos? Habrán de tener cómplices, ocultos a lado y lado. Entonces, entonces....si no paro y los atropello, me disparan los otros por la espalda. Pero, ¡qué demontre!, si aquí traigo cargado mi revolver. ¿A qué; pues, miedo y tales aflicciones? Alguna vez tengo que usarlo "-- pensé; apronté el arma, y paré el auto.
-¡Qué hay!-dije brusco y en voz alta.
Los de las linternas se acercaron.
Me parecieron cuatro infelices indios, de esos que uno enseguida reconoce como el prototipo de nuestros albañiles, mitad obreros industriales y mitad hombres de campo. A la luz de mis reflectores vi los ocho guaraches de sus pies, mientras se aproximaban. El resto de sus indumentarias eran overoles azules, sombreros de petate y un paliacate colorado al cuello.
--¿Qué hubo?- volví a gritarles.
Entretanto llegaban, con sus linternas en alto, me aguardé la pistola debajo de pretina del pantalón, y para ganar facilidad de movimiento a la hora aviada, desabroché los tres botones inferiores de mi chaleco, prevenido, por si acaso.
--¿Qué hubo?- volví a gritarles cuando los tuve cerca y pude verles las caras.
Uno de ellos, el de mayor edad, ya vejancón, usaba grandes bigotes caídos; dos aparentaban unos treinta años, y el último, el más joven, menos de veinte.
-Patrón--dijo el viejo, tenemos de precisión que ir a México, porque debemos entrar tempranito, mañana lunes, al trabajo.
¿Acaso me olvidé? ¿No dije al comienzo que aquel moche de marzo, cuando regresaba de reponer las fuerzas con mi paseo de fin de semana, era la de un domingo? Creo que sí, ¿o no?
A las palabras del viejo, ardido yo por el miedo que me habían hecho pasar y animado de un puntilloso, muy lógico, deseo de venganza, modulé ciertos ruiditos de chistate desdén al par que meneaba en igual manera de significación negativa la cabeza.
--Se nos hizo tarde, jefe--agregó uno de los indios. Era bueno tomarse tiempo de pensar, a la vez que atormentarlos un poco, y así, yo ni aceptaba ni decidía negarme de palabra.
--Por favor, patrón, como ya no pasan camiones...y como usted lleva nuestro mismo rumbo.
Intervino el más joven:
--Solo somos albañiles...-y sonrió, inocente, o malicioso en alusión velada.
Observé su vista socarrona en su rostro demasiado perspicaz, y tan claro fue para mí lo que insinuaba, que negarme sería como demostrar señales de aquel miedo y rebajarme. ¡Y esto no!
--¡Acomódense ustedes tres en el asiento de atrás!-dispuse-.
Tú, viejo, ven adelante conmigo.
Al punto apagaron las linternas, y a la carrera cumplieron mis órdenes.
No cesaba la llovizna.
Libré del freno mi automóvil, aceleré y seguí la marcha. Los de atrás, sólo
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